Antes de nada, quiero pedir disculpas por no escribir más a
menudo últimamente. Cada día llego más tarde a casa (por motivos ajenos a mí, ejem ejem) y no tengo apenas tiempo para
nada.
El viernes fue un día, por fin, algo más tranquilo. Las
clases de la mañana fueron igual que siempre, es decir, el desayuno fue igual
de bueno, abundante y energizante que
siempre, esta vez a base de Strudel
con relleno de semillas de amapola y cruasanes regados con té caliente como el
averno mismo. La profesora, además, nos anunció (entre referencias a los Monthy
Python) que el lunes tendríamos un pequeño examen sobre la materia que
llevábamos hasta el momento.
Pasé por casa al acabar el curso y tuve bastante menos
tiempo del que me habría gustado para poder llevarme algo a la boca antes de
salir pitando hacia el banco, pues el día en el que me podría abrir
definitivamente la cuenta en la Sparkasse
había llegado. La señorita que me atendió fue amabilísima, aunque la
conversación fue bastante curiosa: yo, que hablo poco alemán y ella, que
hablaba poco inglés.
Con la cuenta recién creada, decidí el planazo para esa
tarde: poner una lavadora y limpiar. Claro que no se puede poner una lavadora
sin suavizante, ni detergente ni nada. Dispuesta a lavar mi ropa como Dios
manda, compré lo necesario antes de ir para casa y allí me enfrenté a uno de
los momentos más complicados en el tiempo que llevaba en Alemania, y era
entender la lavadora en alemán. ¡La ropa salió entera (y con olorcito a
limpio)!, así que me doy por satisfecha.
El resto de la tarde lo empleé en, por fin, descansar un
poco y ponerme al día con la elección de las asignaturas de la universidad.
El sábado habíamos acordado ir al IKEA de Mannheim, la
ciudad vecina, o al menos a intentarlo (porque no sabíamos si existía la posibilidad
de ir en transporte público), ya que algunos necesitaban edredones, platos,
etc. y a mí no me venía mal comprar un par de cosas, y de paso le sacábamos
partido al Semesterticket. El plan b
era quedarnos por Mannheim y hacer las compras por allí, donde todo es
presumiblemente más barato. El problema vino cuando no sabíamos quién iba
cuándo, cómo ni con quién. Al final, sobre las doce de la mañana, Ignasi, Tomás
y yo, junto a Yohei (que dijo que no tenía que comprar nada, pero vino con
nosotros), emprendimos el camino a la Hauptbahnhof,
desde donde cogimos el S-Bahn hasta Mannheim, después allí el tranvía 3 y el
autobús 52 hasta la puerta misma de IKEA. Gracias, mapas de la red de transporte de las ciudades que estáis a la entrada de las estaciones; gracias.
Llegamos prácticamente a la hora de comer, así que, antes de
comprar nada, pasamos a la cafetería. Durante la comida, pude demostrarle a
Yohei mis escasos conocimientos de japonés (al menos se rió un rato), y él, no
recuerdo a santo de qué, se acabó enterando de que a los de Málaga nos llaman boquerones (¡no fui yo, lo juro!). Pensaréis que
qué importará lo de los boquerones. ¡Pues sí que importa!, porque mientras
comprábamos, de la nada apareció una cesta repleta de peluches… ¡de boquerones!
¿Habrá animales en el mundo más agraciados que un boquerón (y más aptos para
hacerlos peluches)? Tomaos muy en serio eso del espionaje comercial, desde ya os lo digo.
También mientras comíamos caí rendida a los pies de un
plato alemán del que no sabía nada hasta ese momento (me fustigué intensamente
con el cable del cargador del móvil al llegar a casa): el Germknödel; o lo que es lo mismo (de forma sencilla): un bollo
cocido al vapor relleno de espesa compota de ciruelas, cubierto con semillas de
amapola y servido con salsa de vainilla. Ya he buscado la receta, jo, jo.
Aquí una foto del Germknödel (foto de lecker.de)
Con las compras a cuestas y la tripa llena, llegamos cerca de las ocho a Heidelberg y, derrotados, nos
marchamos a casa, sin fuerzas (yo, al menos) para nada más.
Ho!
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