jueves, 27 de marzo de 2014

El botiquín de los porsiacasos

En esa semana no pasaron demasiadas cosas, ¡no todo iba a ser siempre nuevo! Poco a poco las cosas se van normalizando y los días se van volviendo cada vez más parecidos los unos a los otros.

El martes por la mañana le dimos por fin el regalo a la profesora y ella, como buena alemana, nos dio las gracias, nos dijo que no hacía falta y continuó la clase de forma normal. Ni una lagrimilla tímida asomando por el rabillo del ojo ni nada. Lo llevaría por dentro, espero.

El resto del día lo pasé en casa, respondiendo a correos de la universidad (aunque no lo parezca, todavía me quedan asignaturas por confirmar, cosa que sería diferente si los profesores se dignasen a responderme).

Lo peor del día, sin embargo, llegó a la hora de la cena. Yo disfrutaba de mi ensalada, ajena a la inesperada visitante que acechaba cabeza abajo desde el techo: la araña más grande que hubiera visto jamás.  Yo, acostumbrada a los insectos de tamaño regular que veía en mi ciudad, aluciné y el pánico cundió. La batalla fue cruenta y yo estoy escribiendo esto, así que os imagináis el resultado, aunque la ensalada la tuve un rato atragantada.

El miércoles tuvimos la primera clase con la nueva profesora, Frau Silvani, que parecía ser más dura y más exigente que la anterior, pero muy, muy buena también. Después de las clases, por la tarde, teníamos Tomás y yo una cita con las responsables de un estudio sobre neurocognición y lenguaje, al que íbamos a contribuir realizando un experimento simple. Fue todo muy sencillo y las chicas fueron amabilísimas, y repetiría si hiciera falta. 

Cuando acabamos me pasé por varias tiendas en busca de agua oxigenada y alcohol para el botiquín de los porsiacasos, pero pronto descubrí que, en este país, no se vende ninguno de ellos en los supermercados ni en las droguerías: hay que ir a la farmacia a buscarla. Al pedirla me preguntaron que para qué la quería (¡para aliñar la ensalada, no te fastidia!) y me indicaron que tenía que disolver una cucharada sopera ¡en un vaso de agua! ¿Se pensarán que me la voy a untar por todo el cuerpo? Creo que se llevarían las manos a la cabeza (igual que yo me las llevé al ver que 125 ml costaban más de dos euros, comparados con los céntimos que cuesta aquí el doble de producto) si supieran que en España la usamos directamente del bote y con la misma concentración. 

El jueves, durante el desayuno, algunos de mis compañeros propusieron ir hasta Speyer el fin de semana (aunque el pronóstico del tiempo para el sábado no era el del día más apetecible posible) para hacer algo de turismo y pasar el día por ahí y, aunque no estaba muy convencida, me apunté. Ese mismo día nos acercamos hasta Mannheim Ignasi y yo para pasar la tarde (¡y yo buscar moldes de repostería!), tomar algo e ir un poco de tiendas. Mannheim tiene fama de ser más barata que Heidelberg, pero la mayoría de las tiendas son multinacionales o cadenas de tiendas que tienen sucursales en todo el país y comparten los mismos precios, así que el cambio no se notaba. Al volver a casa, además de encontrarme con la hermana gemela de la araña de hacía dos días (que corrió su misma suerte, yo lo siento; mosquitos a mí), caí en la cuenta de un pequeño detalle: no había entregado en el Studentenwerk el documento con mi cuenta bancaria, que es necesario para que me domicilien el pago de la residencia cada mes. Casi hiperventilando y entre mierda, mierda, mierda me fui a dormir, suplicando porque no fuera demasiado tarde y al día siguiente me lo aceptasen.


Afortunadamente, la historia tiene final feliz y el disgusto quedó en una tontuna como tantas otras, porque al día siguiente me lo aceptaron sin ningún tipo de problema (hasta hoy). El resto del día, desgraciadamente, dio poco más de sí, salvo pasar un rato divertido en la Mensa y volver a casa.

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