domingo, 30 de marzo de 2014

Viaje a Speyer

El sábado, por fin, tocaba… ¡viaje a Speyer! Con el Semesterticket podíamos ir sin problemas, así que no teníamos excusa. Bueno, sí, que en Heidelberg llovía a mares y lo último que apetecía era salir a mojarse. A las 10.30 nos plantamos en la Hauptbahnhof y, aunque tuvimos que esperar para coger el tren siguiente al que salía en ese momento, en aproximadamente hora y cuarto pisábamos Speyer.

Speyer es una pequeña ciudad más allá de Mannheim y Karlsruhe, que fue fundada por los romanos (lo que la hace una de las ciudades más antiguas de Alemania) y cuyas atracciones principales son sus iglesias y catedrales. Una de las cosas más curiosas es que apenas está a unos 50 km de Heidelberg, pero cambiamos de Land y pasamos de Baden-Württemberg a Rhein-Pfalz (Renania Palatinado).

El tiempo no acompañaba tampoco en la ciudad, pero al menos no nos llovió demasiado. La primera parada fue la catedral —en realidad la primera fue una panadería, pero estaba mal decirlo—, seguida de la iglesia y una rápida visita a la ribera del Rin. 

 Monumento a los caídos en la plaza principal de Speyer


 Damos y caballeras, con todos ustedes... ¡Santiago!

 Por si no os creíais lo del Camino de Santiago. En el primer párrafo podéis ver un Compostela, por si aún dudáis

Fotillo frente a la catedral. De izquierda a derecha: Thaís, Natasha (amiga de Thaís), Cecilia y Ernst

 El día no, no acompañaba

Parte del interior de la catedral

 Interior de la iglesia. Mi cámara ese día no quiso colaborar y las fotos salieron todas movidas...

Visitilla breve al Rhein

Después, algunos querían ir de compras por la ciudad y otros pasear, así que nos separamos y nos fuimos a dar una vuelta y a seguir sacando fotos. A la hora de comer fuimos a un tailandés de comida rápida que tenía una oferta para estudiantes bastante apetecible (y una salsa picante muy pero que muy picante) y, al terminar, nos reunimos con los demás y volvimos a casa sobre las seis de la tarde.

El domingo fue tranquilo, y, como siempre, limpié, organicé, hice coladas y preparé la clase del día siguiente. La alegría del día me la llevé al hallar, al fondo de un armario, ¡varios moldes estupendos, redondos y desmontables (junto con una batidora eléctrica)! Aún no los he podido probar, pero estoy deseándolo.
El lunes tocaba trabajar a conciencia. Al día siguiente tenía mi Referat en clase —una exposición de unos 10 minutos en la que podíamos hablar de lo que quisiéramos, siempre que diera pie a preguntas después—, en el que tenía pensado hablar de la diferencia entre un traductor y un intérprete y los distintos tipos de trabajo que realiza cada uno, de forma sucinta. Además, también teníamos el último examen del curso, sin contar con los deberes diarios y el debate que había organizado para ese día en clase. ¡Un buen día, sin duda! Lo que más me asustaba era la idea de tener que hablar delante de toda la clase, que tienen en general mucho mejor nivel que yo (ejem, en mi universidad he dado hasta el A2 y aquí han considerado que estoy en un B2.2) y meter la pata de forma estrepitosa. No me pasaría igual si fuera en español o incluso en inglés, pero el alemán es harina de otro costal y todavía, pese a que ya llevaba un mes aquí, siento que no he mejorado mucho, salvo quizá en que comprendo bastante mejor a la gente cuando habla. ¡Con algo tengo que consolarme!

Tengo que reconocer que envidio a muchos de mis compañeros por la desenvoltura que tienen al hablar o la naturalidad con la que se ponen a hablar con alguien aunque cometan errores o no puedan expresar todo lo que quisieran. Yo me aferro constantemente al qué pensarán y me intento proteger de las conversaciones hasta reducirlas a las imprescindibles, pero sé que así no puedo seguir.

Tonterías aparte, ese día lo pasé preparando lo que para mí sería la muerte hecha lengua al día siguiente.

Sin embargo, no todo salió tan mal como me esperaba. El examen no fue tan complicado —si bien fue bastante largo, con sus cuatro páginas más el Textproduktion—, y el debate me dio la oportunidad de arrancarme a hablar delante de la clase (aunque lo perdiéramos y nuestra postura a favor el uso de fármacos para el neuro enhancement acabase en el cubo de basura). 

A la hora del Referat tengo que decir que yo misma me sorprendí. Llegué a la mesa de la profesora todavía con los colores subidos del debate (en el que, de hecho, intervine solo una vez, pero que me bastó para ponerme como un tomate) y me puse a hablarles a mis compañeros como si estuviera charlando en la Mensa más que haciendo una exposición en clase. No sé si a todos les gustó (reconozco que mi texto pecaba de simple en comparación con los suyos) o si transmití todo lo que quise transmitir, pero yo me encontré bastante cómoda y eso me animó bastante el rato que estuve hablando. El único inconveniente fue que no pude terminarlo porque se acabó el tiempo y que tendría que continuar al día siguiente.

Al salir de clase hice una pequeña visita al supermercado para comprar todo lo que iba a necesitar al día siguiente. ¿Qué iba a necesitar? ¡Comida! Había invitado a cenar al día siguiente a Daan, Tomás e Ignasi —Holger y Yohei caerán algún día…— y tenía planeado hacer pizza casera, así que iba a necesitar bastantes cosas, porque, como dice mi madre, los niños comen mucho. Yo donde mejor me lo paso es en el supermercado (como ya ha podido sufrir en más de una ocasión mi adorable vecino) y disfruté como una enana.


Entre eso y preparar los deberes para el día siguiente el día se terminó de ir volando.

jueves, 27 de marzo de 2014

El botiquín de los porsiacasos

En esa semana no pasaron demasiadas cosas, ¡no todo iba a ser siempre nuevo! Poco a poco las cosas se van normalizando y los días se van volviendo cada vez más parecidos los unos a los otros.

El martes por la mañana le dimos por fin el regalo a la profesora y ella, como buena alemana, nos dio las gracias, nos dijo que no hacía falta y continuó la clase de forma normal. Ni una lagrimilla tímida asomando por el rabillo del ojo ni nada. Lo llevaría por dentro, espero.

El resto del día lo pasé en casa, respondiendo a correos de la universidad (aunque no lo parezca, todavía me quedan asignaturas por confirmar, cosa que sería diferente si los profesores se dignasen a responderme).

Lo peor del día, sin embargo, llegó a la hora de la cena. Yo disfrutaba de mi ensalada, ajena a la inesperada visitante que acechaba cabeza abajo desde el techo: la araña más grande que hubiera visto jamás.  Yo, acostumbrada a los insectos de tamaño regular que veía en mi ciudad, aluciné y el pánico cundió. La batalla fue cruenta y yo estoy escribiendo esto, así que os imagináis el resultado, aunque la ensalada la tuve un rato atragantada.

El miércoles tuvimos la primera clase con la nueva profesora, Frau Silvani, que parecía ser más dura y más exigente que la anterior, pero muy, muy buena también. Después de las clases, por la tarde, teníamos Tomás y yo una cita con las responsables de un estudio sobre neurocognición y lenguaje, al que íbamos a contribuir realizando un experimento simple. Fue todo muy sencillo y las chicas fueron amabilísimas, y repetiría si hiciera falta. 

Cuando acabamos me pasé por varias tiendas en busca de agua oxigenada y alcohol para el botiquín de los porsiacasos, pero pronto descubrí que, en este país, no se vende ninguno de ellos en los supermercados ni en las droguerías: hay que ir a la farmacia a buscarla. Al pedirla me preguntaron que para qué la quería (¡para aliñar la ensalada, no te fastidia!) y me indicaron que tenía que disolver una cucharada sopera ¡en un vaso de agua! ¿Se pensarán que me la voy a untar por todo el cuerpo? Creo que se llevarían las manos a la cabeza (igual que yo me las llevé al ver que 125 ml costaban más de dos euros, comparados con los céntimos que cuesta aquí el doble de producto) si supieran que en España la usamos directamente del bote y con la misma concentración. 

El jueves, durante el desayuno, algunos de mis compañeros propusieron ir hasta Speyer el fin de semana (aunque el pronóstico del tiempo para el sábado no era el del día más apetecible posible) para hacer algo de turismo y pasar el día por ahí y, aunque no estaba muy convencida, me apunté. Ese mismo día nos acercamos hasta Mannheim Ignasi y yo para pasar la tarde (¡y yo buscar moldes de repostería!), tomar algo e ir un poco de tiendas. Mannheim tiene fama de ser más barata que Heidelberg, pero la mayoría de las tiendas son multinacionales o cadenas de tiendas que tienen sucursales en todo el país y comparten los mismos precios, así que el cambio no se notaba. Al volver a casa, además de encontrarme con la hermana gemela de la araña de hacía dos días (que corrió su misma suerte, yo lo siento; mosquitos a mí), caí en la cuenta de un pequeño detalle: no había entregado en el Studentenwerk el documento con mi cuenta bancaria, que es necesario para que me domicilien el pago de la residencia cada mes. Casi hiperventilando y entre mierda, mierda, mierda me fui a dormir, suplicando porque no fuera demasiado tarde y al día siguiente me lo aceptasen.


Afortunadamente, la historia tiene final feliz y el disgusto quedó en una tontuna como tantas otras, porque al día siguiente me lo aceptaron sin ningún tipo de problema (hasta hoy). El resto del día, desgraciadamente, dio poco más de sí, salvo pasar un rato divertido en la Mensa y volver a casa.

viernes, 21 de marzo de 2014

Curiosidades

Del sábado y del domingo, lamentablemente, tengo poco que contar. Hacer un poco de compra semanal, preparar un pequeño trabajillo que teníamos que exponer la semana siguiente y estudiar para el examen del lunes fueron todas las tareas que me ocuparon ese par de días.

Como tengo algo de tiempo para escribir y eso no ocurre muy a menudo, me gustaría exponer una serie de llamémoslas curiosidades que, aunque me he acostumbrado a ellas, me sorprendieron al llegar (y me siguen sorprendiendo a día de hoy, conforme voy siendo testigo de más).

En este país no hay tomate frito. Uno de los más conocidos y quizá de los que más daño ha hecho al modus alimentandi de los jóvenes españoles; y es que no, no existe la salsa para pasta por excelencia en España. Podéis encontrar un millón y medio de salsas diferentes y paquetes de tomate triturado, en trozos o concentrado, pero no frito. Si me equivoco y alguien sabe dónde hay, que lo vaya diciendo ya.

En este país tampoco hay fregonas. Otro de los más populares. Este no es del todo cierto, pues sí que hay fregonas, pero no son lo que se dice fáciles de encontrar ni baratas, según dónde mires. He llegado a ver tres mochos por unos diez euros. Claro que también he visto conjuntos de fregona y palo por unos cuatro (¡encuentra ahora el cubo y el escurridor!).

Aquí no se aplaude, se golpea la mesa con los nudillos. Al menos en clase. De este sí que sabía algo antes de llegar, pero no quita que la primera vez que lo hagas te sientas raro.

Los alemanes tienen cierta obsesión por los productos naturales y por el género negro. En cualquier supermercado o droguería podéis encontrar un surtido amplísimo de tés para tratarlo todo, ungüentos y tratamientos a base de plantas, complejos vitamínicos, etc. En cuanto a lo del género negro, por ahora no me han demostrado lo contrario: obras de teatro, novelas, series que llevan décadas en antena… Los adoro.

El transporte público no es tan puntual como nos quieren hacer creer. Los autobuses y tranvías también se retrasan, aunque los trenes suelen ser bastante puntuales, salvo retrasos justificados.

La gente no tiene horarios para la comida. Hacen algo mucho más sensato y mucho más útil: comer cuando tienen hambre. Si salís a la calle siempre, siempre, siempre veréis a un montón de gente comiendo, ya sea pizza, comida tailandesa, dulces…

Y ya seguiré contando más conforme se me vayan ocurriendo, ¡lo siento!

El lunes, de nuevo, tocaba examen, pero este me salió mucho mejor de lo que me esperaba, así que estaba algo más animada. Ya por la tarde fuimos algunos compañeros del curso a Galeria Kaufhof —también conocido como El Corte Inglés alemán— a comprar un detalle para la profesora, porque al día siguiente sería el último en el que estaríamos con ella. No sé quién decidió que la tarea de la elección de los bombones (¡el chocolate nunca falla!) tenía que recaer en las mujeres del grupo, pero creo que no lo hicimos muy mal.


¡Y eso es todo! Prometo contar cosas más interesantes cuando las haya.

martes, 18 de marzo de 2014

Stillleben in einem Grabe

El martes, por fin, fue uno de los primeros días en los que fui a comer a la mensa después de las clases. Como ya os adelanté, la oferta de comida es abrumadora y los precios bastante asequibles. A mí me gusta verlo como una oportunidad para probar cosas raras, así que me pasaré a menudo por allí.

Después de comer teníamos que ir a la oficina del Hausmeister a entregar el formulario de desperfectos, pero no nos llevó más de media hora, porque al menos nuestro casero despacha a la gente bastante rápido.
El día volvía a ser soleado, totalmente primaveral, e invitaba a estar en la calle, comer helado y tirarse en la hierba a no hacer nada más que sentirse los pelillos de los brazos moverse con el viento. Con las esperanzas puestas en que vendrían más días como esos, nos marchamos a casa.

Esa misma tarde, sobre las 19.30, tenía lugar un concierto de música de cámara en la Alte Aula de la universidad para alumnos (y para quien más quisiera), así que nos reunimos un rato antes para encontrar el lugar. El concierto duró alrededor de hora y media y fue estupendo, y más si se tiene en cuenta cómo era la sala:

Sufrid, ¡sufrid! ¿Por qué no tenemos estas cosas en Málaga?

Tras el concierto, algunos fueron a tomar algo por la zona de Universitätsplatz, pero otros nos fuimos a casa.

Los siguientes días, por fortuna, fueron  más tranquilos.

Por las mañanas atiborrándome en el curso y por las tardes sin mucho ajetreo, trabajando en casa con las múltiples tareas que siempre tenemos para el curso de alemán y mirando y remirando asignaturas de la universidad. 
Aunque parezca que siempre las estoy mirando, en realidad solo hago eso: las miro. Después de eso tengo que mandar correos electrónicos a los profesores de las asignaturas que pueda encajar en el horario y que se parezcan en algo a lo que hago en Málaga, y de lo uno a lo otro va un trecho, especialmente cuando no sabes hasta principios de semestre si podrás cursar dos de las asignaturas más importantes.

El jueves nos anunciaron que el próximo lunes tendríamos un nuevo examencillo en el curso, así que había que ir pensando en ponerse las pilas un día de estos si no quería terminar como en el anterior.
Sin embargo, y como siempre, suelo decir más que hacer y pasé la tarde haciendo poco tirando a nada, aparte de poner coladas, seguir mirando bicicletas, limpiar y, eso sí, comer por fin como Dios manda en casa.

El viernes, esta vez sí, tocaba ajetreo de nuevo. Después de conocer a la profesora que tendríamos a partir de la semana próxima (más estricta, si cabe), partimos hacia Mannheim junto con el resto de compañeros del curso. Allí nos llevaron a ver Stillleben in einem Grabe (Naturaleza muerta en una cuneta, en la adaptación de España), una obra de teatro moderno de temática criminal (un Krimi de los que tanto les gustan a los alemanes). La obra la verdad es que fue muy buena, sobrecogedora por momentos y con un final inesperado, aunque (al menos yo) no pudiéramos entender todos los diálogos, cosa que era normal, según nos contaron.

Después de la obra, y con el estómago lleno de pastel de semillas de amapola (ejem, del desayuno), sobre las seis de la tarde, pusimos rumbo a Neuenheimerfeld para hablar con un joven que tenía unas bicicletas para nosotros.

Por el camino aprovechamos y tiramos por la orilla del Neckar, donde había decenas de personas paseando o haciendo deporte, y donde este era el paisaje que se podía ver:



Con una bici nueva a cuestas (desde aquí gracias de nuevo a mi vecino favorito, por acompañarme y soportarme todo el camino, que no fue poco) y después de ver otro par más para mi acompañante, me volví a casa y di por terminado uno de los días más largos desde hacía tiempo.

Plus: Esto es lo que una servidora ve desde su ventana cada mañana.


domingo, 16 de marzo de 2014

Tour

El domingo, a las tres de la tarde, tenía lugar un tour por la ciudad para los estudiantes Erasmus, llevado a cabo por la asociación de estudiantes AEGEE. Como tenía bastante tiempo durante la mañana, me levanté temprano (cosa que es inevitable, dada la insoportable cantidad de luz que entra cada mañana desde las siete) y, además de perder mi escaso tiempo haciendo el vago, también adelanté algo de las tareas del curso de alemán —ya que, al día siguiente, recordemos, me sentaría cara a papel con el primer examen de la temporada— y preparé la comida para ese mediodía, de la que daríamos cuenta en casa de Tomás.

Sobre las 14.40 llegamos a la Marstallmensa y, en poco tiempo, empezaron a arremolinarse alrededor el resto de Erasmus que iban llegando. Bueno, más que arremolinarse, se ponían por donde pillaban, porque todas las mesas del patio estaban ocupadas por estudiantes ávidos del sol de aquella tarde, radiante como un día de marzo a los que yo estoy acostumbrada. Me vais a perdonar la ordinariez, pero tengo que compartir mi hallazgo del día:

Foto tomada de la puerta del baño de la Marstallmensa. Entre Frau Reichenbach y esto...

Dejando las puertas de baño a un lado, el tour no estuvo mal, pero esperaba algo más, ya que el guía parecía algo despistado; sin embargo, decidimos que los lugares que nos enseñaron (de aquella manera, todo hay que decirlo) resultaban estupendos para irnos un día con tranquilidad a hacer fotografías en condiciones. Aquí dejo, sin embargo, algunas:

 Sale el Sol en Alemania y la gente se vuelve loca

El día no podía ser mejor 

Heidelberger Brückenaffe, el mono del puente de Heidelberg. No terminé de entender su significado... 

Vista parcial del castillo junto a la academia de ciencias 

Parte de la catedral 

Una de las cosas más destacables del día fue, como ya he dicho, el buen tiempo. Estábamos apenas a unos dieciocho o veinte grados, pero por las calles se podían ver riadas de gente en mangas de camisa, en manga corta o, incluso, en tirantas, devorando helados de tamaño espeluznante o guardando el sitio en colas de tamaño más espeluznante para comprar uno. Mientras, nosotros paseábamos con la bufanda al cuello, quizás con más ganas de un helado que ellos. Nos conformamos con comprar unas crêpes en una diminuta tienda cercana a la catedral que nos supieron estupendamente —el mío, al menos, a mí sí, ¡con salsa de manzana y canela!—.

Poco después volvimos a casa, con el tiempo justo de terminar las tareas, cenar algo y esperar que el examen del día siguiente no fuera demasiado difícil.

Pero lo fue.

El examen fue más complicado de lo que esperábamos, pero ¿qué queríamos? Nadie pensaba que el B2.2 fuera fácil, y no lo es. Eso sí, estamos aprendiendo muchísimo y Frau Löhle es un amor.

Después de las clases fuimos a buscar bicis. Aquí la bicicleta es el medio de transporte por excelencia. Hay cientos y cientos (sin exagerar) aparcadas por todas partes o en constante movimiento; la gente pasea, compra y se desplaza a todas partes con ella y hay carriles bici allá donde miréis. Así pues, hay un mercadeo de bicicletas usadas inmenso, y si os movéis bien podéis encontrar una por cincuenta o sesenta euros, que luego podéis revender al marcharos, con lo que el transporte (si no habéis comprado el Semesterticket) os saldrá por nada y menos. 

Fuimos a una tienda más allá de Eppelheimerstraße, con la que nos costó dar un buen rato (¡siento el paseo!), pero no encontramos nada que nos satisficiera. Afortunadamente, dos veces por semana incluyen nuevas bicicletas en el catálogo, así que podíamos seguir mirando más adelante.

Tras llegar a casa prácticamente a las cinco de la tarde y de comer algo rápido, bajé a comprar con Ignasi a Kaufland a las seis, para volver «pronto» a casa, hacer los ejercicios y meterme pronto en la cama.


¡Ho!

jueves, 13 de marzo de 2014

Nos llaman boquerones

Antes de nada, quiero pedir disculpas por no escribir más a menudo últimamente. Cada día llego más tarde a casa (por motivos ajenos a mí, ejem ejem) y no tengo apenas tiempo para nada.

El viernes fue un día, por fin, algo más tranquilo. Las clases de la mañana fueron igual que siempre, es decir, el desayuno fue igual de bueno, abundante y energizante que siempre, esta vez a base de Strudel con relleno de semillas de amapola y cruasanes regados con té caliente como el averno mismo. La profesora, además, nos anunció (entre referencias a los Monthy Python) que el lunes tendríamos un pequeño examen sobre la materia que llevábamos hasta el momento.

Pasé por casa al acabar el curso y tuve bastante menos tiempo del que me habría gustado para poder llevarme algo a la boca antes de salir pitando hacia el banco, pues el día en el que me podría abrir definitivamente la cuenta en la Sparkasse había llegado. La señorita que me atendió fue amabilísima, aunque la conversación fue bastante curiosa: yo, que hablo poco alemán y ella, que hablaba poco inglés.

Con la cuenta recién creada, decidí el planazo para esa tarde: poner una lavadora y limpiar. Claro que no se puede poner una lavadora sin suavizante, ni detergente ni nada. Dispuesta a lavar mi ropa como Dios manda, compré lo necesario antes de ir para casa y allí me enfrenté a uno de los momentos más complicados en el tiempo que llevaba en Alemania, y era entender la lavadora en alemán. ¡La ropa salió entera (y con olorcito a limpio)!, así que me doy por satisfecha.

El resto de la tarde lo empleé en, por fin, descansar un poco y ponerme al día con la elección de las asignaturas de la universidad.

El sábado habíamos acordado ir al IKEA de Mannheim, la ciudad vecina, o al menos a intentarlo (porque no sabíamos si existía la posibilidad de ir en transporte público), ya que algunos necesitaban edredones, platos, etc. y a mí no me venía mal comprar un par de cosas, y de paso le sacábamos partido al Semesterticket. El plan b era quedarnos por Mannheim y hacer las compras por allí, donde todo es presumiblemente más barato. El problema vino cuando no sabíamos quién iba cuándo, cómo ni con quién. Al final, sobre las doce de la mañana, Ignasi, Tomás y yo, junto a Yohei (que dijo que no tenía que comprar nada, pero vino con nosotros), emprendimos el camino a la Hauptbahnhof, desde donde cogimos el S-Bahn hasta Mannheim, después allí el tranvía 3 y el autobús 52 hasta la puerta misma de IKEA. Gracias, mapas de la red de transporte de las ciudades que estáis a la entrada de las estaciones; gracias.

Llegamos prácticamente a la hora de comer, así que, antes de comprar nada, pasamos a la cafetería. Durante la comida, pude demostrarle a Yohei mis escasos conocimientos de japonés (al menos se rió un rato), y él, no recuerdo a santo de qué, se acabó enterando de que a los de Málaga nos llaman boquerones (¡no fui yo, lo juro!). Pensaréis que qué importará lo de los boquerones. ¡Pues sí que importa!, porque mientras comprábamos, de la nada apareció una cesta repleta de peluches… ¡de boquerones! ¿Habrá animales en el mundo más agraciados que un boquerón (y más aptos para hacerlos peluches)? Tomaos muy en serio eso del espionaje comercial, desde ya os lo digo.

También mientras comíamos caí rendida a los pies de un plato alemán del que no sabía nada hasta ese momento (me fustigué intensamente con el cable del cargador del móvil al llegar a casa): el Germknödel; o lo que es lo mismo (de forma sencilla): un bollo cocido al vapor relleno de espesa compota de ciruelas, cubierto con semillas de amapola y servido con salsa de vainilla. Ya he buscado la receta, jo, jo.

Aquí una foto del Germknödel (foto de lecker.de)

Con las compras a cuestas y la tripa llena, llegamos cerca de las ocho a Heidelberg y, derrotados, nos marchamos a casa, sin fuerzas (yo, al menos) para nada más.


Ho!

sábado, 8 de marzo de 2014

El estómago me hace palmas

El miércoles me desperté decidida a hacer un montón de cosas. La primera clase del curso era a las once de la mañana —por ser el primer día—, y, como el sol entra por la ventana desde bien temprano, tenía algunas horas por delante, así que me puse manos a la obra y limpié a conciencia mi cuarto. Una cosa menos.

Llegué a Neuenheimerfeld media hora antes de lo previsto, que utilicé para encontrar la clase y hablar con la gente que ya había dentro y que serían mis compañeros. Yo me había sentado junto a un chico que resultó ser brasileño, Felipe, y estuvimos conversando hasta que llegaron todos y la profesora entró. Löhle, la profesora, es muy simpática; algo estricta, pero muy buena. Me gusta especialmente el hecho de que nos corrige inmediatamente en cuanto nos equivocamos, cosa que nunca habían hecho antes durante mis clases en la universidad. Al principio pensé que esa clase iba a ser demasiado para mí, pero al final todos tenemos más o menos el mismo nivel, así que decidí quedarme.

Durante la primera clase nos conocimos los unos a los otros: dos brasileños, una inglesa, una italiana, un rumano, un estonio, un japonés, tres neerlandeses y… ¡tres españoles! Después de la (corta) clase los españoles (Tomás —que dio la casualidad de que vive en la misma residencia que yo— Ignasi, Íñigo y una servidora), como era de esperar, acabamos haciendo piña, junto con Daan, Holger y Georgios (neerlandés, estonio y griego, respectivamente, a cada cual más majo). Pusimos rumbo a la charla que había preparada para los Erasmus mientras comentábamos qué haríamos al terminar.

Durante la charla me quité un gran peso de encima: en la matriculación del día siguiente podría empadronarme. La Immatrikulation es el momento en el que entregas oficialmente todos los papeles a la universidad y te conviertes en un estudiante más, carné (y todo lo que conlleva) incluido. También nos ayudaron a rellenar todos los documentos que nos dieron, cosa que agradecí mucho. Otra cosa no sé, pero ponen muchas facilidades a los estudiantes y les ofrecen muchísimos servicios (y a unos precios nada despreciables).

Acabamos sobre las tres de la tarde y nos fuimos a buscar enseres que necesitaban algunos de ellos, entre ellos yo, que estaba loca por ir al Kaufland de Eppelheimerstraße (¡y comprar un cuchillo de cocina y una tabla en condiciones!), que se suponía que era supergrande y donde podría encontrar el resto de cosas que me faltaban. Al final logré convencer a los chicos (sé que me leéis de vez en cuando, ¡siento el paseíllo!) para que fuéramos y, efectivamente, era grande, muy grande. Demasiado grande.

Muchas compras después (algunas innecesarias, como el bote de crema de chocolate con avellanas y las tarrinas de comida preparada —te miran desde las estanterías con esos ojitos suplicantes y te atraen con cantos de sirena: «¡Cómprame, cómprame!», y a ver quién les dice que no—, y otras muy necesarias, como una ensalada después de tanto tiempo), volvimos cargados a casa y yo pude llenar algo más la despensa. Me acosté pensando en cómo sería el primer día de curso y, sobre todo en qué nos darían para desayunar.
El jueves comenzaron de verdad  las clases de alemán. Löhle quiere meternos caña (y bombardearnos —o enterrarnos—) con fotocopias de verbos irregulares, textos, ejercicios de gramática… y lo está consiguiendo. Por supuesto, lo mejor de la mañana fue el desayuno. Yo lo siento, pero eso es así. Todos los días, de 10.30 a 11.00, tenemos una pequeña pausa de las clases, en las que bajamos a desayunar; sin embargo, ¡no es un desayuno cualquiera! Podemos elegir entre té, café o leche y nos ponen por delante varias cajas con distintos tipos de dulces (Streusel, herraduras de hojaldre, berlinas, Brezeln… ¡cada día cambian!), traídos de Riegler, o lo que es lo mismo, una de las panaderías-confiterías (Bäckerei) con más solera de toda Alemania. Para una amante de la repostería y del comer como yo, os podéis imaginar: el estómago me hace palmas.

Después de las clases, sobre las 12.30, todavía teníamos unas horas antes de que nos tocase ir a matricularnos. Mis compañeros tenían el turno de las 15.00 y yo el de las 16.00, y, como yo tenía que ir a hablar con el casero (el Hausmeister) para rellenar el formulario de desperfectos, cada uno tiró por su lado. Yo tardé bastante poco con Herr Müller y me reuní con ellos al cabo de un rato. Cuando terminamos, y con nuestros flamantes carnés universitarios nuevos, nos encaminamos hacia la Triplex-Mensa para comprar el Semesterticket. El Semesterticket es un ticket de la RNV (Rhein-Neckar-Verkehr) de venta a estudiantes universitarios y que, por 145 €, puedes usar para montarte en todos los autobuses, tranvías y trenes que entren dentro del convenio y estén dentro de la zona que abarca el acuerdo (quizá unos 200 km a la redonda, aproximadamente), de forma ilimitada. Con un poco menos de peso en los bolsillos, fuimos a la Zeugmensa para recargar el carné universitario.

Aquí merece la pena que haga un inciso y explique brevemente qué tiene de especial el carné universitario en Heidelberg y qué es eso de la Mensa. Al menos en Málaga, el carné universitario sirve únicamente para sacar libros de la biblioteca y poco más, pero aquí las cosas son muy distintas. El Studenten-ID funciona como una tarjeta monedero, que puedes recargar en las múltiples máquinas que hay repartidas por las instalaciones de la universidad, entre ellas las Mensa. El carné es necesario para cosas como sacar libros de la biblioteca, hacer fotocopias, pagar en las Mensa y hasta poner una lavadora en tu residencia, porque todo se cobra de ahí. Ahora bien, ¿qué es una Mensa? Mensa es el nombre que reciben aquí los comedores del Studentenwerk. Hay tres en la ciudad: dos en el centro (Zeugmensa y Triplex-Mensa) y otra en Neuenheimerfeld (Zentralmensa). Los comedores universitarios son muy baratos y, según los que los han probado, de bastante buena calidad. Según cómo os lo montéis y lo que os guste comer, podéis hacerlo y gastaros entre dos y cinco euros (o según el hambre que tengáis), pero os digo que un menú diario ronda los dos euros y pico, que es menos de la mitad de lo que vale en mi universidad. Yo tengo ganas de ir a comer un día, así que ya os contaré.

Aclarado el concepto, seguimos con el viaje. Bueno, no fue mucho más, sino otro paseo por los principales supermercados de la ciudad (¡donde encontré garbanzos azucarados! Cielo santo), porque teníamos que hacer algunas compras, un par de paseos en autobús y de vuelta a casa, con el tiempo justo de hacer los deberes del curso y comer algo.


Ho!

viernes, 7 de marzo de 2014

Fasching

El martes no fue un día normal. Empezando porque era carnaval en Heidelberg y terminando porque tenía un millón de cosas por hacer: el examen, hacer la compra para llenar un poco la despensa, la colada, limpiar el cuarto, el empadronamiento, imprimir unas fotos en el DM para el Studentenwerk, ir a Kaufland a comprar algo de menaje y, si daba tiempo, comer y respirar.

A las 10 de la mañana tenía que estar en Neuenheimerfeld, el campus de ciencias de la ciudad, para hacer el Einstufunstest, es decir, el examen para el curso previo, necesario para saber en qué nivel te pondrán. Como tenía que coger dos autobuses, salí pronto de casa.

Había quedado con algunas personas al principio de la calle principal de la ciudad, aunque no todas aparecieron. Allí conocí a tres chicas que también se dirigían al examen (Eve, inglesa; Maël, francesa y otra chica noruega, de la que nunca pude recordar el nombre, ¡lo siento!). Al llegar me encontré con el chico japonés al que conocí en el autobús, y al que esta vez pude poner nombre: Tatsuki. Más majo el tío.

Una vez en el Studentenkolleg, empezaba el examen: dos partes de 45 minutos, de gramática y de producción de un texto. El examen es feo, especialmente la parte final, pero se puede sobrellevar. La verdad es que podría haberlo hecho mejor, pero no había estudiado, ni tampoco habría tenido tiempo para ello. Los resultados del examen los sabríamos esa misma tarde, sobre las seis. Nada que ver con lo que tenemos acostumbrado.

Después del examen, tomé el tercer autobús del día para intentar ir al ayuntamiento, en Schlierbach-Ziegelhausen, a un par de paradas de mi casa. Cerrado por carnaval. Porque sí, ayer, martes 4 de marzo, era el día grande del carnaval aquí en Heidelberg (Fasching), y todo se volvía un desbarajuste. Sin poder empadronarme y cada vez más nerviosa al respecto (porque es necesario presentar el papel a la hora de abrir la cuenta en el banco y los dos siguientes días no tenía tiempo material para hacer nada), cogí otro autobús que me dejó en casa. Allí comí lo que pillé y me dirigí de nuevo a la Altstadt, para intentar hacer algo de lo anteriormente mencionado. A menos de una parada de distancia, y tras verme rodeada de gente disfrazada, recordé que era el día del carnaval, así que me bajé, volví caminando, cogí la cámara y me senté pacientemente a esperar de nuevo el autobús. En la parada coincidí con Nuria, que iba camino del carnaval y me invitó a ir con ella y sus amigos. Tenía demasiadas cosas que hacer, pero ¡qué demonios! El carnaval es una vez al año.

Qué sorpresa me llevé al ver que, junto a sus amigos, estaban mis dos compañeros de Málaga, Hugo y Will, a los que hacía perdidos por los rincones de Europa. Tras un efusivo abrazo por mi parte, me contaron qué tal les iba por allí, y nos pusimos rumbo a la Hauptstraße. Allí, tras más de una hora oliendo el puesto de salchichas y de ver a gente disfrazada, por fin, empezó el desfile. Estos alemanes sí que se lo montan bien. Las carrozas eran sencillas, pero todo el mundo desfilaba animadísimo y gritando Hallo! al público, tirando caramelos, bolsas de palomitas, chocolate, llaveros y hasta copos de jabón. Creo que lo mejor es que veáis vosotros mismos algunos (muchos) ejemplos:















Cuando la última carroza cerró el desfile, una verdadera marea de gente inundó la calle, e intentar andar hacia abajo, a contracorriente, no parecía la mejor idea.

Lo de la marea de gente no era por exagerar

Acabé por despistarme de los chicos y, como no tengo Internet todavía y la tarjeta del teléfono va regular, los perdí definitivamente. Con las mismas, y viendo que se me acababan las horas aprovechables de la tarde antes de tener que ir a mirar las notas, me compré un bollo con pepitas de chocolate en una panadería (porque servidora tenía hambre a esas horas ya), me dirigí a Aldi a hacer unas pequeñas compras, por donde me paseé impunemente con el pelo lleno de confeti y la nariz con un chafarrón de tiza azul (porque servidora acabó, gustosamente, con la nariz pintada de azul tras el carnaval). 

Dos autobuses después, solté las cosas en casa y cogí otros dos autobuses para ir hasta Neuenheimerfeld y poder ver las notas. Me colocaron en un B2.2, que considero demasiado para mí, pero ya veríamos al día siguiente. Lo único que quería era coger los últimos dos autobuses, volver a casa, darme una buena ducha y caer rendida en la cama. Resultado: once autobuses en un mismo día y una tarjeta de transporte más que amortizada. Al día siguiente a las once de la mañana empezaba el curso en el mismo sitio donde había hecho el examen, y todavía tendría que hacer todo lo que no había podido hacer en ese.


Ho!

miércoles, 5 de marzo de 2014

Schlierbacher Landstraße

Los siguientes días los dividiré en varias entradas diferentes, porque son demasiadas cosas para contar en una sola.

El día del domingo fue un día para recoger cosas, hacer maletas de nuevo y pensar en qué pasaría al día siguiente, cuando, por fin, me darían las llaves de la habitación de mi residencia. Lo pasé todo el día en pijama y, sobre las ocho y como cada domingo, Anni vino y nos pusimos a ver Tatort. El capítulo del domingo era en Austria, así que tampoco entendí mucho.

La mañana del lunes me desperté temprano y, envuelta en mi abrigo y bajo dos capas de ropa, me encaminé hacia la Triplex-Mensa para recoger las llaves de la habitación. Allí, una amable señorita con un marcado acento alemán, nos explicó a mí y a dos chicos que conocí dónde estaban nuestras respectivas residencias. Las suyas estaban en Neuenheimerfeld, al norte del a ciudad, la zona universitaria por excelencia, también algo alejada del centro. La mía está en Schlierbach Landstraße, es decir, en el culo de Heidelberg. Ni siquiera está en el mapa. El supermercado más cercano está al otro lado del río, junto con el ayuntamiento. «¡Esa residencia es de las más nuevas!», decía la mujer, como intentando mitigar un poco la estocada. Más que decepcionada, me acerqué al mostrador y pagué el primer mes junto con la fianza; en el puesto de la universidad nos dijeron que hasta que pudiéramos comprar el Semesterticket, lo mejor sería que comprásemos una tarjeta para los cuatro días que había hasta el jueves para poder movernos por la ciudad. Lo único que se me pasaba por la cabeza durante el trayecto de vuelta a casa de Anni era «¿Por qué a mí? ¿Para qué solicité la residencia tan pronto, si se han pasado mis preferencias por el forro gorro?». Ni siquiera ella sabía dónde estaba eso. Para colmo de males, el ayuntamiento no abría los lunes, así que ya era otro día más que no podía ir a hacer el empadronamiento.

Tras revisar el contrato por enésima vez, me fijé en un pequeño detalle: el contrato dura ¡hasta el 30 de septiembre! No de agosto, que es cuando acaba el semestre oficialmente, no. Otra cosa más para hacer: ir a reclamar al Studentenwerk. Tras terminar de poner en orden mis cosas, tomé dos de los cuatro pesados bultos que tenía y me encaminé hacia la estación principal de Heideberg, la Hauptbahnhof para comprar una tarjeta de transporte válida durante los cuatro días siguientes, en los que me tendría que mover bastante, antes de que me dieran mi carné de estudiante. La tarjeta cuesta 16,50 €, pero yo casi la amorticé en el primer día, ya que los autobuses que van a mi zona cuestan 2,40 € por viaje.

Por fin, después de pasar veinte minutos en un autobús en el que conocí a tres de mis vecinos (un chico japonés y un chico y una chica chinos) y de ver desde la ventana un cartel que indicaba el fin de Heidelberg y el comiendo de Schlierbach, llegué a mi residencia. Dos edificios unidos por pasarelas, de tres pisos de altura y con cinco puertas por piso, todo muy sobrio, muy industrial, muy gris, muy triste.Al abrir la puerta (que me costó encontrar, llamé en inglés, por si había alguien dentro. Salió a recibirme una chica que en un primer momento me pareció italiana. Le dije que era Erasmus y ella me dijo que también, que ella era ¡de España! Mi cara de sorpresa y mi «¡¿También?!» hicieron el resto. Nuria (así se llama mi compañera, que también estudia Traducción y que conoce a mis dos compañeros que llevan aquí desde principios de curso) me enseñó la casa, la cocina, y el baño que comparto junto con un chico y una chica, ambos alemanes. Mi habitación era la número tres, y, detrás de la puerta, encontré una habitación muy amplia, con una cama con buena pinta y una estantería y un armario gigantescos. No estaba mal. Vacía, totalmente, pero nada mal. ¡Y con vistas al río! Pondré fotos en cuanto me sea posible.

Me esperaban otro par de viajes para terminar de traer todas las cosas a mi habitación, y me esperaba también el momento de despedirme, por ahora, de Anni. Dos autobuses, un paseo por Aldi para comprar una almohada y más de una hora después, llevé el resto de mi equipaje a la habitación. Cogí otro autobús de nuevo que me llevó a Altstadt, al Infocafé, donde me dieron las llaves, e intenté aclarar lo del contrato. Al parecer, este semestre va a durar de forma extraordinaria siete meses, por eso mi contrato también tiene esa duración. De todas formas, me dieron el formulario de renuncia y me dijeron que quizá podrían encontrar a otro estudiante que quisiera completar el resto de mi estancia si yo quería irme antes del tiempo estipulado en mi contrato. Yo pensé que quién iba a querer vivir al otro lado de la montaña, pero que lo intentaría igualmente. Una rápida visita a Galeria Kaufhof (también conocido como El Corte Inglés alemán) tuvo como resultado el disponer, por fin, de una sábana bajera para mi cama. ¡Ya lo tenía todo!


Por fin, tomé el último autobús de día y llegué a casa, donde empecé a desempaquetar todas las cosas y a intentar acostumbrarme al que será mi hogar durante los próximos seis meses. 

domingo, 2 de marzo de 2014

Impotencia

La mañana del viernes pintaba bien. Era 28 de febrero, festividad de Andalucía, y me habría gustado poder empezarlo como debe ser —con un mollete antequerano con aceite—, pero aquí no hay nada que se parezca a un mollete y en mi despensa, por ahora (por poco tiempo, espero), no hay aceite de oliva.

Anni salió a correr y yo aproveché para ir a la Sparkasse a preguntar varias cosas con respecto a la cuenta joven que ofrecen para estudiantes. Lo mejor es que, en cuanto podáis, os abráis una cuenta en un banco de aquí; así evitaréis comisiones innecesarias cuando saquéis dinero —la mayoría de los bancos españoles que he visto, salvo excepciones, cobran entre un 3 y un 5 % al sacar dinero de cajeros extranjeros— y podréis domiciliar el pago de la residencia, entre otras cosas. La Sparkasse (la caja de ahorros con más sucursales y filiales aquí, junto con el Volksbank) ofrece una cuenta para jóvenes estudiantes menores de 30 años, que no tiene gastos por tener la tarjeta, ni gastos mensuales.

Digo que os la abráis en cuanto podáis, y eso significa que, seguramente, no os la podáis abrir nada más llegar. Para abrir una cuenta en un banco, necesitas una cita previa y, además, necesitáis «daros de alta» previamente en la ciudad, porque necesitan el certificado de empadronamiento (Anmeldung in der Stadt). Yo esto último no lo sabía, por eso fui a preguntar ayer y allí me lo aclararon. Una cosa más: para poder hacer el empadronamiento necesitáis tener una dirección postal, que no tendréis hasta que os den las llaves de la residencia o entréis a vuestro piso, por eso no os podréis abrir la cuenta nada más llegar. Debo decir que la mujer que me atendió fue amabilísima y me atendió perfectamente en inglés (ya que yo no me sentía lo suficientemente segura como para hacer nada en alemán). Aquí los primeros días de marzo tiene lugar el carnaval, así que me dio cita para el miércoles que viene.

Pensando que tenía lo del banco arreglado, me fui en busca de otro supermercado de la zona, Rewe, al que aún no había ido. Es ligeramente más caro que Aldi y Kaufland, pero depende de lo que compres. Huid de la zona de fruta y verdura. Repito: huid de la zona de fruta  y verdura. Allí compré uno de los primeros experimentos gastronómicos que tengo pensado consumir durante mi estancia aquí. Efectivamente, me encanta probar cosas nuevas, y, como muchos sabrán, yo estoy aquí porque la ciudad es preciosa, la universidad de prestigio y necesito mejorar mi nivel de alemán para comer y para probar todas las cosas que no puedo encontrar en Málaga, empezando por esas panaderías…, esas cafeterías..., las chocolaterías de la calle principal... En este caso, se trata de una tarrina de gulash para preparar en cinco minutos. No soy para nada aficionada a este tipo de preparados, pero, por razones que no vienen al caso, lo compré. Ya os contaré.

Foto del invento. La fotografía no es mía

Con las mismas me fui a Kaufland, en busca de garbanzos y lentejas secos. ¡Y los encontré! ¡A un precio desorbitado! 1,99 € por medio kilo de garbanzos de un tamaño nada tentador, y lo mismo con las lentejas. Seguiré buscando legumbres por ahí. Eso sí, tienen unos bollitos calentitos de pan blanco…

Y, para terminar de rematar la mañana, como me aburría y hacía un día bastante bueno, puse rumbo a la Hauptstraße y me paseé por toda ella haciendo fotos a lo que me iba pareciendo.

 Muy pequeña parte de la Hauptstraße

 Institut für Übersetzen und Dolmetschen, donde daré algunas de las clases

Tienda exclusivamente con ositos de gominola. Por aquí causan furor

Tras una buena caminata, volví a casa, donde encontré, horrorizada, un e-mail en el que se decía que el miércoles, día 5, los estudiantes Erasmus teníamos una charla de bienvenida en no sé dónde a las 14.00, lo que me impediría acudir a la cita del banco. Todo esto junto a una carita feliz que acompañaba a la programación para el resto de la semana y que incluía los eventos relacionados con el carnaval (Fasching). Como faltaban 45 minutos para que cerrasen, le hice la última visita del día a la simpática señorita de la Sparkasse, que me cambió sin ningún problema la fecha de la cita.

En poco tiempo llegué a casa de nuevo, donde holgazaneé hasta que, sobre las ocho de la tarde, llegó una amiga de las chicas, ya que iban a preparar gofres, tomar algo y luego salir a alguna parte. Intenté estar con ellas el máximo tiempo posible, pero tras unas dos horas en la cocina, algo dentro de mí dijo «Basta». No voy a contar aquí todo lo que sentí, pero decidí marcharme de la cocina, porque mi cabeza no daba para más y la idea de que me fundiría con el entorno y me convertiría en un mueble más de la cocina si seguía allí pudo conmigo. Con un sentimiento espantoso de impotencia al no poder decir ni una palabra ni entender una cuarta parte de lo que estaba diciendo, me marché a mi pequeño cuartito a esperar que el día terminase lo antes posible. Sencillamente, no soporto la idea de recibir tanto de ellas y yo no poder darles ni siquiera conversación.

Hoy por la mañana recogí temprano mis cosas y me marché a caminar un rato para intentar despejar la mente (cosa que no he conseguido). A la vuelta pasé por una tienda en la que todavía no había estado, Müller, donde venden productos naturales, golosinas, chocolate en abundancia, alcohol, artículos de higiene personal, artículos de papelería y juguetes. Yo tampoco entiendo la combinación de productos, la verdad. Ahí compré otro experimento gastronómico: una tabletita de Ritter Sport à la crema catalana (sic). Ese relleno no ha visto la crema catalana ni en sueños, como era de esperar. Si me dijeran que es caramelo o toffee, me lo creería igual. Sin embargo, el chocolate de Ritter Sport siempre está riquísimo, no dejéis de probarlo.

Los trozos de toffee junto a la crema catalana tendrían que haberme hecho sospechar

A la hora de comer probé el sucedáneo de gulash que os comenté. La verdad es que me esperaba que supiera bastante peor. Tiene un marcado sabor a pimentón, a cebolla y a hierbas, lo cual me gusta, aunque no deja de tener ese regustillo artificial; no obstante, la pasta queda bastante tierna.

Por unos 0,65 € no está mal. Incluye dos trocitos de carne del tamaño de una lenteja por envase

Sobre las seis de la tarde, nos pusimos a preparar masa para pizza casera, porque hoy venían de nuevo unos amigos, los que se habían encontrado en la calle el día que fuimos a buscar el regalo. Yo temía que fuera a ser todo como la noche anterior, así que me preparé para recibir a dos jóvenes extraños. Mi sorpresa fue mayúscula al ver no a dos, sino a cuatro muchachos alemanes entrar por la puerta de la casa, cargados con comida para ponerle a las pizzas. Los chicos (Torsten, Julian, Peter y Romer, ¡que me perdonen si no he escrito bien algún nombre!) resultaron ser muy agradables y los entendía mejor que a otras personas;  y, aunque no entendí un pimiento la mayoría de las veces, estuve con todos en la cocina hasta que decidieron marcharse a continuar la fiesta por otro lado, después de zamparnos tres pizzas tamaño bandeja de horno y otra más normalita. 

Yo, como no estoy hecha para esos trotes ni estoy acostumbrada, me he quedado despierta en casa un rato más para escribir esto. 

¡Buenas noches!