viernes, 4 de abril de 2014

Último día del curso

El miércoles llegó el tan temido momento de hacer frente a las preguntas que pudieran surgir después del Referat y, aunque no salí lo que se dice airosa, las capeé como pude y creo que más o menos se me entendió. Al acabar las clases —y habiendo disfrutado del último desayuno dulce del curso, aunque esto no lo sabíamos— fuimos a hacerle una visita a nuestro coordinador Erasmus en Heidelberg para aclarar unas dudas y, en el camino de vuelta, pasamos por una librería de segunda mano de una bocacalle de Plöck. Muchos ejemplares estaban a un euro y nos apuntamos el sitio para otro día en el que tuviéramos algo más de tiempo.

Hicimos unas compras de última hora para la cena de ese día y con las mismas volvimos a casa. Sobre las cinco —después de tanto tiempo— ¡pude por fin ponerme a hacer la masa de la pizza (además de a preparar el resto de cosas)!

Desde aquí pido de nuevo disculpas por dar de cenar tan tarde a uno de mis invitados (que no me va a entender, pero por mí que no quede), que suele cenar a las seis en su tierra y aquí se tomó el último trozo de pizza pasadas las diez, ¡ole! Y también le doy las gracias por la fantástica botella de Mezzo mix y por la riquísima liebre de chocolate (¡presente para la anfitriona!). Al menos me dijeron que la pizza estaba buena, así que con eso me doy muy pero que muy por satisfecha.

¿Qué hay mejor para abrir boca que un poco de fruta con vainilla?

A la izquierda, Tomás, mi adorable vecino, que me aguanta incansable (y autor de las fotos); a la derecha, Daan, mi neerlandés favorito 

La primera de las tres pizzas. ¡Tres! Y esta era la pequeña 

A la izquierda, Ignasi, compañero de fatigas traductoriles y, a la derecha, ¡una servidora!, más feliz que una perdiz

El jueves tocaba ir, al igual que la semana anterior, a buscarle un detallito a la profesora del curso de alemán, ya que el viernes el último día de clase. Creo que cuando nos dijeron que ese día ya no tendríamos desayuno pudo escucharse durante unos segundos el pensamiento de todos los allí reunidos, materializado en un gran ¡Nooooooo! que se aplacó un poco cuando nos recordaron que habría un brunch. A lo mejor la única tragaldabas era yo, que también puede ser. Pero no adelantemos acontecimientos, que todavía estábamos a jueves.

Como el chocolate nunca falla y aquello que la profesora ponía encima de la mesa y despedía bocanadas de humo al abrir la rosca parecía un termo con té, vimos que ya teníamos regalo. Después de comprarlo, los cinco que estábamos (Cecilia, Ignasi, Daan, Tomás y yo) dijimos que ese día estábamos rumbosos, nos fuimos a la cafetería de un hotel de cuyo nombre no quiero ni acordarme y que estaba repleto de pseudomillonetis y nos tomamos un café —servidora un zumo de ruibarbo (que se ve que le he cogido gustillo)—.

Y el viernes… ¡ay, el viernes! Último día del curso, últimos ejercicios… y a mí que hasta se me asomaron muy poco tímidamente dos lagrimones como puños de labriego. Se ve que acertamos con el contenido del termo, porque Frau Silvani parecía satisfecha con su regalo (y lo demostró mucho más efusivamente, hay que reconocerlo: un abrazo al portavoz de la clase; vamos progresando). 

Y, por ser el último día... Os presento el Studienkolleg. O la entrada, más bien 

Ese sí es el Studienkolleg y la entrada a la cafetería (escaleras) 

 De izq. a dcha.: Augusto, Ignasi, Cecilia, Holger y Felipe

Ese día no había desayuno, así que la pausa la pasamos como os imagináis/Marius (izq.) y Ernst (dcha.)

Ha sido solo un mes, pero la verdad es que les he cogido mucho cariño a todos mis compañeros y voy a echar de menos las clases y los desayunos. Ese día acabamos las clases media hora antes para que nos diera tiempo a ir hasta Max-Weber-Haus, donde nos tenían preparado el tan sonado brunch. El espacio dentro era insuficiente y, como el día era excelente, salimos a fuera a mordisquear (o en mi caso, jalar) los canapés.

Afueras de Max-Weber-Haus

Allí nos fuimos arremolinando por clases y hablamos de cuál sería nuestro siguiente paso: irnos a la orilla del Neckar, la Neckarwiese, una explanada pegada al río que se extiende varios centenares de metros (más estrecha o menos, pero se extiende) y que, cuando hace un poco de buen tiempo está plagada con gente de todas las edades paseando, jugando al fútbol o tirados tomando el sol. 

En realidad no hace falta ni que salga el sol; estos alemanes en cuanto ven un rayito empiezan a deshojarse cual cebolla y salen a la calle en mangas cortas.

Nosotros no íbamos a ser menos: algunos chicos se pusieron a jugar al fútbol y otros nos tiramos en el césped a ver pasar las nubes y, ahora sí, dejarnos mecer los pelillos de las cejas por la brisilla que corría. Frau Silvani habría estado enormemente orgullosa de nosotros si nos hubiera visto preguntándonos los verbos con preposición a la orilla del río.

Sol, césped, un río... ¿Qué más queréis? 

El día era estupendo, ¡estupendo! 

Y esto, damos y caballeras... 

 ... es la Neckarwiese
En primer plano, Yohei; en segundo, Daan

Cuando empezó a hacer algo más de frío nos recogimos un rato antes de vernos por la noche. Sí, por la noche. Yo, por la noche. Y es que esa fue la primera vez que salí por la noche en toda mi vida. Es el último día de curso, ya no nos veremos más… Accedí, poco convencida.

La noche me sirvió para demostrarme  a mí misma que, efectivamente, estaba en lo cierto: no me gusta, ¡se siente! Tengo que reconocer que en uno de los pubs pusieron algunas canciones que me gustaron (¡por ser algunos españoles nos pusieron hasta Héroes del Silencio!), pero el ruido hacía imposible intercambiar palabra con el que estuviera enfrente y eso, yo lo siento, no es para mí. El ambiente del último pub al que fuimos terminó de convencerme de que yo y las fiestas no podemos coexistir.


Después de perder el autobús y de tener que esperar casi una hora a que pasara el siguiente, llegué a casa con el único deseo de meterme en la cama y terminar con esa noche de una vez.

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