lunes, 21 de abril de 2014

La universidad

El lunes 14 de abril volvió repentinamente el invierno. Tras semanas de sol agradecido, cielos impolutos y temperaturas que dejaban al descubierto la juventud y lozanía de los transeúntes, fue de nuevo menester buscar el calor perdido en los abrigos y bufandas, que algunos habíamos dejado casi aparcados al fondo del armario.

Fue como si existiera un pacto tácito entre el clima y esa institución que a veces provoca más escalofríos que él: la universidad.

Pese a que mi primera clase del día empezaba pasadas las diez, me levanté pronto, como de costumbre. Dos horas más tarde me encontraba sentada en un aula larga y estrecha, rodeada de muchas caras extrañas y otras más que conocidas, sentados en una disposición que más parecía la de un taller de autoayuda que una clase de traducción inversa. Sin embargo, parece ser que la mayoría de las clases son así en este lugar: pequeñas, íntimas, con orden pero casi sin concierto, donde el número de alumnos no pasa de las dos docenas en las clases prácticas.

La clase acabó en apenas treinta minutos con el encargo de un fragmento de El filo de una navaja barbera para la próxima vez que nos viéramos. Casi tres horas me separaban de la siguiente clase, pero las sorpresas no se hicieron esperar, y la primera me golpeó de lleno en el pasillo de la facultad: un error en la plataforma virtual mostraba un horario incorrecto de una asignatura, que no tenía lugar al día siguiente, sino ese mismo día en una hora, lo que me impedía asistir a la que tenía programada para ese día.

Los nervios se apoderaron de mí y los escalofríos recorrían mi espalda sin nada que les pusiera límites al pensar que me iba a ver cara a cara con la profesora de interpretación en mucho menos tiempo del que creía posible. 

De nuevo una clase muy reducida, llena de rostros conocidos con los que compartiré los próximos meses. Me sentí liberada, casi extasiada cuando supe que podría cursar la asignatura. Pese a la alegría inicial, este contratiempo ponía patas arriba y del revés el horario que llevaba confeccionando semanas. Ahora era el momento, después de un tiempo si volver a hacerlo, de buscar de nuevo asignaturas que poder encajar dentro de los nuevos huecos de mi malogrado horario.

En la primera clase del martes empecé a hacerme una idea de qué era de verdad lo que pasa en este lugar. Sentada en una clase de traducción jurídica, donde más de la mitad de los presentes eran alumnos bilingües o alemanes que eran capaces de comunicarse en un español más estándar que el mío y en el que el acento alemán brillaba por su ausencia, vi que todavía me quedaba mucho por recorrer para estar donde ya estaban ellos.

Aun así, en todas las caras de la clase se fue reflejando la sorpresa y el desconcierto por igual conforme iban llegando a manos de sus dueños las fotocopias del contrato de compraventa que teníamos que traducir. Parece que en Derecho estábamos todos igual de pegados. No obstante, el Derecho siempre me ha gustado, así que espero poder aprender mucho durante el corto pero intenso curso que tengo por delante.

Horas después, tras poner un pie en la segunda de las tres salas de interpretación que hay en nuestro instituto, volvió a golpearme de nuevo la realidad de la enseñanza aquí en comparación con mi universidad de origen. La sala era la segunda más grande y, sin ser nada especial según ellos, dejaba, con diez cabinas en empotradas en la pared, un proyector de un tamaño nada despreciable junto con varios aparatos conectados a las distintas cabinas, a nuestra pequeña salita de la UMA a la altura del betún. La profesora, al menos en las primeras clases, no nos permite a los nuevos realizar las mismas actividades que hacen los que ya levan aquí un semestre, pero espero que cambie de opinión más pronto que tarde. Quien me conozca sabe que he venido aquí a emplearme a fondo y a sufrir lo que haga falta, así que que no me dejen participar me roe los huesos.

Me gustaría poder decir que hice algo interesante el resto del día, pero me temo que me marché a casa y pasé el resto de la tarde pensando en qué iba a ser de mí las próximas semanas. Ni más ni menos.

El miércoles, después de salir poco menos que airosa de la primera clase del día, en la que la profesora nos puso a traducir allí mismo sin diccionario —que podía sustituirse para ciertas cosas por los siempre tan útiles teléfonos móviles—, algunos de mis compañeros y yo teníamos la intención de ir a Grammatik Wiederholung, una asignatura pensada para alumnos con un C1 o C2 (y que a todas luces era demasiado para mí), pero que nos sería seguro de mucha utilidad.

Yo, en mi infinita sabiduría, acabé bajándome del autobús en la parada más alejada que pude. Francamente agotada después de tener que correr por todo Kongresshaus hasta Plöck con una mochila golpeándome espalda a cada zancada, llegué a la facultad, donde para mi sorpresa se encontraban un par de personas a las que no esperaba ver allí y que también venían a probar suerte en la clase. Sin embargo, la experiencia duró poco, pues la profesora invitó (amablemente) a salir a aquellos alumnos que no hubieran formalizado previamente su inscripción por correo electrónico. Como nosotros no lo habíamos hecho —porque no lo sabíamos—, tal y como entramos nos vimos obligados a salir, con al menos una hora y media más de vacío en el horario y sin perspectivas de poder rellenarlo con nada más.


Lo que empezó siendo una reunión casual a las puertas del aula terminó siendo una tarde de Kaffee und Kuchen en la mensa con los amigos —y con un conocido polaco de ellos, de nombre impronunciable—, y con amigos y tarta las penas son siempre menos penas. 

Y que le zurzan a Grammatik Wiederholung.

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