El lunes 14 de abril volvió repentinamente el invierno. Tras
semanas de sol agradecido, cielos impolutos y temperaturas que dejaban al
descubierto la juventud y lozanía de los transeúntes, fue de nuevo menester
buscar el calor perdido en los abrigos y bufandas, que algunos habíamos dejado
casi aparcados al fondo del armario.
Fue como si existiera un pacto tácito entre el clima y esa
institución que a veces provoca más escalofríos que él: la universidad.
Pese a que mi primera clase del día empezaba pasadas las
diez, me levanté pronto, como de costumbre. Dos horas más tarde me encontraba
sentada en un aula larga y estrecha, rodeada de muchas caras extrañas y otras más que conocidas, sentados en una disposición que más parecía la de
un taller de autoayuda que una clase de traducción inversa. Sin embargo, parece
ser que la mayoría de las clases son así en este lugar: pequeñas, íntimas, con
orden pero casi sin concierto, donde el número de alumnos no pasa de las dos docenas en las clases prácticas.
La clase acabó en apenas treinta minutos con el encargo de
un fragmento de El filo de una navaja barbera
para la próxima vez que nos viéramos. Casi tres horas me separaban de la
siguiente clase, pero las sorpresas no se hicieron esperar, y la primera me golpeó
de lleno en el pasillo de la facultad: un error en la plataforma virtual
mostraba un horario incorrecto de una asignatura, que no tenía lugar al día siguiente,
sino ese mismo día en una hora, lo que me impedía asistir a la que tenía
programada para ese día.
Los nervios se apoderaron de mí y los escalofríos recorrían
mi espalda sin nada que les pusiera límites al pensar que me iba a ver cara a
cara con la profesora de interpretación en mucho menos tiempo del que creía
posible.
De nuevo una clase muy reducida, llena de rostros conocidos con los
que compartiré los próximos meses. Me sentí liberada, casi extasiada cuando
supe que podría cursar la asignatura. Pese a la alegría inicial, este contratiempo ponía patas
arriba y del revés el horario que llevaba confeccionando semanas. Ahora era el
momento, después de un tiempo si volver a hacerlo, de buscar de nuevo
asignaturas que poder encajar dentro de los nuevos huecos de mi malogrado
horario.
En la primera clase del martes empecé a hacerme una idea de
qué era de verdad lo que pasa en este lugar. Sentada en una clase de traducción
jurídica, donde más de la mitad de los presentes eran alumnos bilingües o
alemanes que eran capaces de comunicarse en un español más estándar que el mío
y en el que el acento alemán brillaba por su ausencia, vi que todavía me
quedaba mucho por recorrer para estar donde ya estaban ellos.
Aun así, en todas las caras de la clase se fue reflejando la
sorpresa y el desconcierto por igual conforme iban llegando a manos de sus
dueños las fotocopias del contrato de compraventa que teníamos que traducir.
Parece que en Derecho estábamos todos igual de pegados. No obstante, el Derecho
siempre me ha gustado, así que espero poder aprender mucho durante el corto
pero intenso curso que tengo por delante.
Horas después, tras poner un pie en la segunda de las tres
salas de interpretación que hay en nuestro instituto, volvió a golpearme de
nuevo la realidad de la enseñanza aquí en comparación con mi universidad de
origen. La sala era la segunda más grande y, sin ser nada especial según ellos, dejaba, con diez cabinas en empotradas en la pared, un proyector de un tamaño nada
despreciable junto con varios aparatos conectados a las distintas cabinas, a nuestra pequeña salita de la UMA a la altura del betún. La
profesora, al menos en las primeras clases, no nos permite a los nuevos
realizar las mismas actividades que hacen los que ya levan aquí un semestre,
pero espero que cambie de opinión más pronto que tarde. Quien me conozca sabe que he venido aquí a emplearme a fondo y a sufrir lo que haga falta, así que que no me dejen participar me roe los huesos.
Me gustaría poder decir que hice algo interesante el resto
del día, pero me temo que me marché a casa y pasé el resto de la tarde pensando
en qué iba a ser de mí las próximas semanas. Ni más ni menos.
El miércoles, después de salir poco menos que airosa de la
primera clase del día, en la que la profesora nos puso a traducir allí mismo
sin diccionario —que podía sustituirse para ciertas cosas por los siempre tan
útiles teléfonos móviles—, algunos de mis compañeros y yo teníamos la intención
de ir a Grammatik Wiederholung, una
asignatura pensada para alumnos con un C1 o C2 (y que a todas luces era
demasiado para mí), pero que nos sería seguro de mucha utilidad.
Yo, en mi infinita sabiduría, acabé bajándome del autobús en
la parada más alejada que pude. Francamente agotada después de tener que correr
por todo Kongresshaus hasta Plöck con una mochila golpeándome
espalda a cada zancada, llegué a la facultad, donde para mi sorpresa se encontraban un par de
personas a las que no esperaba ver allí y que también venían a probar suerte en
la clase. Sin embargo, la experiencia duró poco, pues la profesora invitó
(amablemente) a salir a aquellos alumnos que no hubieran formalizado previamente
su inscripción por correo electrónico. Como nosotros no lo habíamos hecho
—porque no lo sabíamos—, tal y como entramos nos vimos obligados a salir, con
al menos una hora y media más de vacío en el horario y sin perspectivas de
poder rellenarlo con nada más.
Lo que empezó siendo una reunión casual a las puertas del
aula terminó siendo una tarde de Kaffee
und Kuchen en la mensa con los
amigos —y con un conocido polaco de ellos, de nombre impronunciable—, y con
amigos y tarta las penas son siempre menos penas.
Y que le zurzan a Grammatik Wiederholung.
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