Del día del miércoles no hay mucho que contar. Por la mañana
Anni y su compañera se fueron a Ikea y después a nadar, y la otra compañera de
piso está atareadísima en la universidad, así que se marcha por la mañana
temprano y vuelve bien entrada la noche de la biblioteca.
A mí me apetecía salir a comprar al supermercado (y ver si
era capaz de encontrarlo yo otra vez estando sola), pero, sin nadie en casa no
podía entrar otra vez, así que me dediqué de nuevo a mirar asignaturas, adelantar
algo de los ejercicios del curso de interpretación y a no hacer nada, en
general.
Tuve la oportunidad de salir, por fin, sobre las dos de la
tarde del día que más ha llovido desde que puse un pie en esta tierra.
Afortunadamente, la lluvia aquí es una lluvia fina, y se podía caminar con un abrigo impermeable y la capucha
puesta. La aventura de encontrar el supermercado terminó pronto: no lo
encontré. Al menos no al que yo quería ir, porque sí encontré el Aldi, al que
entré a golisquear y ver bien todo lo
que no pude ver el otro día.
Esta vez observé un buen rato uno de los inventos
más raros que he visto desde que he llegado: las máquinas expendedoras de pan.
Están puestas a la entrada del supermercado, junto a las estanterías donde está
colocado el pan envasado o que viene en bolsas de varias unidades, y consta de
varios botones bajo la fotografía, el precio y la descripción de cada tipo de
bollo; entras, coges tu bolsa de papel del dispensador, pulsas el botón del que
quieras y cae un pan calentito. Para pagar no sé cómo se hará, la verdad.
Tras comprar un par de paquetes de leche —por no salir con
las manos vacías— y de que el chico de la caja casi me tirase el cambio para
que lo cazase al vuelo, me volví a casa, empapada y medio desorientada. Por la
tarde llegó una amiga de las chicas y se fueron a tomar algo, así que me acosté
pronto.
La mañana del jueves fue algo mejor. Las chicas tenían que
ir a comprar un regalo a la Hauptstraße,
así que me fui con ellas, aunque no entendiera la mitad de lo que hablaban, al
menos me paseaba y se me hacía el oído. Compramos el regalo, fuimos a Aldi y a
Bauhaus y pasamos por una tienda de comida asiática que había visto de refilón
anteriormente, pero en la que no había entrado hasta el momento. ¡Había de
todo! Las chicas compraron arroz para sushi, algas nori y pasta de wasabi,
porque por la tarde iba a venir una antigua amiga, con la que prepararíamos
sushi (¡y nos lo comeríamos después!).
Efectivamente, a las siete como un clavo estaba Jackie en la
puerta con su hervidor de arroz a cuestas. ¡Por fin entendería las
conversaciones! Jackie es canadiense, así que la tarde la pasamos en inglés. Como
tenemos una vegetariana en casa, a Jackie le gusta experimentar y teníamos un
kilo de arroz y mucha hambre, acabamos comiendo arroz con champiñones, queso de
untar, pepino, tomate, aguacate y, de vez en cuando, algo de atún, todo ello al
ritmo de la radio, que hoy tenía canciones más raras de lo habitual, según las chicas
(y así me enteré de que no les gusta Modern Talking… ¡porque me están
acogiendo, que si no…!); sonó Ghostbusters,
algo de Dire Straits y hasta Ilarie de Xuxa, con eso lo digo todo.
Una de las primeras tandas de sushi
Nos hincamos el kilo de arroz entre las cinco y pasamos una
tarde, para mi gusto, muy agradable, aunque yo no hablara mucho (para variar). Como reflexión quiero añadir algo: nunca jamás volveré a comer wasabi. Nunca.
Ahora mismo están todas acostadas y fuera está diluviando, así que lo dejaré aquí
por el momento.
¡Ho!
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