miércoles, 26 de febrero de 2014

Herr und Frau Hardt

La mañana del lunes amaneció con un cielo despejado más propio de Málaga en primavera que de Heidelberg en pleno invierno. Con las pilas cargadas tras una noche de sueño menos fría que las anteriores, encaré la semana con una muy buena noticia: la profesora de interpretación —que no suele admitir a alumnos nuevos en el segundo semestre— me decía en su correo electrónico que, como parecía tan interesada, me probaría la primera semana de clase. ¡Era bastante más que el no del principio! 

Más contenta que unas castañuelas, me fui con Anni camino de Relaciones Internacionales (aquí el Akademischesauslandsamt) a que me firmaran el certificado de llegada; allí, una señorita muy amable y de la que solo entendí «no», «no ha empezado el semestre» y «el jueves de la semana que viene», me indicó que todavía no me lo podían firmar, y que esperase hasta entonces.

Con un palmo en las narices, me dirigí a una oficina de seguros médicos que hay cerca del Institut für Übersetzen und Dolmetschen, donde en menos de cinco minutos conseguí mi Befreiung von der Krankenversicherungspflicht, que es el documento que acredita que estoy exenta de contratar un seguro médico mientras esté aquí.

Camino de vuelta a casa vi, por fin, en un callejón apartado de la vista de todos, lo que no esperaba encontrar en ninguna parte: ¡carritos de la compra! Y a un precio más que asequible: 14,99 €. El único problema es que aquí nadie los usa. Y cuando digo nadie es nadie. He visto a señoras más viejas que un nudo y de escasos cincuenta kilos montadas en bici con sus bolsas de la compra, pero nadie lleva un triste carro. Yo, que iba tan decidida, creo que no seré quién rompa la tradición.

Tras una parada en DM, llegamos de nuevo a una de las tiendas que pienso visitar bastante a menudo: Kaufland; esta vez para comprar manzanas, leche en abundancia y preparado para hacer pudding (o lo que es lo mismo: almidón de maíz y aditivos). De nuevo, Kaufland me dejó con la boca abierta, ya que tenían un pasillo entero para productos de repostería —zum Backen, que dirían aquí, a falta de un solo verbo en castellano—; preparado con sabor a vainilla, chocolate, almendras, caramelo, fresa… ¡hasta azúcar especial para mermelada! Cualquiera que pasara por al lado pensaría que estaba como una cabra (y tendría razón), pero es que a mí estas cosas me pueden.

El resto de la tarde transcurrió tranquilamente, con un sol espectacular, y me dediqué a escribir a profesores preguntando por sus asignaturas y a… ¡hacer la lista de la compra para IKEA! Efectivamente, al día siguiente íbamos a ir a la reina de las tiendas suecas, y había que pensar en todo lo que necesitaría: edredones nórdicos, funda nórdica, almohada, sartenes, ollas, vasos, platos… 

El día terminó con una buena ducha y unas natillas de chocolate amargo.

El día del martes pintaba tranquilo, pero nada más lejos. Por la mañana lo único que hicimos fue ir al ayuntamiento (Rathaus) a que Anni arreglara unos papeles. Por la tarde, a eso de las 16.30, enfilamos el camino hacia la estación principal de Heidelberg (Hauptbahnhof) para coger el tren que nos dejaría algo más cerca de IKEA. Hasta la tienda fuimos en el coche familiar de ella, junto con su madre; allí compré casi todo lo que tenía apuntado en mi lista, salvo algunas ollas, cubiertos (porque no he encontrado más que cuberterías completas), una almohada, un tendedero y una funda para el colchón —yo soy muy cuadriculada y tengo la capacidad de improvisación de un botijo, y como no haya lo que yo busco pierdo totalmente el norte, así que prefiero dejarlo sin comprar—, que aviaré en algún sitio por aquí cerca. El edredón lo he comprado de nivel térmico 3, el Mysa Stra, junto con otro sencillo de nivel térmico 1, y ya os contaré si sobrevivo a las frías noches o no. Resultado: tengo casi todo por unos 40 €. ¡Nada mal!

No obstante, aquí empieza la verdadera aventura del día. La vuelta fue más complicada, porque el coche estaba cargadísimo con los muebles que había comprado mi anfitriona, y tuvimos que ir a recoger a su padre a su lugar de trabajo. La pregunta era: ¿dónde se sienta? El maletero del coche y el propio coche eran largos, pero los muebles de Anni lo eran más aún y yo iba sentada en el único asiento que había libre detrás. No pude evitar pensar durante todo el viaje que, si no hubiera estado yo allí, podrían haberse sentado como Dios manda. Tras algunos de los minutos más angustiosos de mi vida, paramos en un lugar en medio de ninguna parte, y me dijeron que parábamos a cenar algo porque era muy tarde (si supieran que a las 19.30 yo estoy pensando en qué voy a merendar, ¿qué pensarían?).

Creo que pocas veces he pasado más vergüenza en mi vida. Imaginaos a uno de los seres más apocados del mundo sentado a la mesa con una familia tres germanoparlantes, dos de los cuales hablan en un dialecto del sur que a veces ni los del norte entienden, que os han invitado a cenar, que os han llevado y traído a IKEA (que está en el culo de aquella parte del mundo) y que son las personas más amables y simpáticas con las que os habéis topado desde que llegasteis. Pues ahí estaba yo. Más roja que un tomate y con una pizza de proporciones dantescas para comérsela a las siete de la tarde en un plato.

En este momento me gustaría destacar que yo intento seguir la regla de donde fueres, haz lo que vieres, pero hay cosas que me resultan imposibles, como la velocidad de engulle de los alemanes. Y es que esta gente cuando come, come, y cuando habla, habla, pero no mezcla ambas cosas. Cuando les dije que no podía seguir su ritmo, el padre de Anni me contestó, entre risas y de broma, que es porque no tienen tiempo de nada.

Pese a la aterradora situación que os he pintado antes, la velada transcurrió de manera más que aceptable. No sé si es que se me va haciendo el oído o qué, pero los voy entendiendo mejor y puedo ir respondiendo a sus preguntas, con más o menos titubeos.

Me voy a saltar la parte en la que, tras el amaretto que nos sirvieron después de la cena y más roja inclusive que antes, intenté por todos los medios y con mi pobre alemán agradecerles a Herr und Frau Hardt todo lo que ese día habían hecho por mí (y que agradezco todo lo profundamente que se pueda agradecer algo) y voy directamente a uno de los mejores momentos de la noche: subir a pulso los muebles hasta un cuarto piso después de habernos metido entre pecho y espalda una pizza cada uno. El mejor momento, sin duda, es en el que, cargando con un armario por las escaleras, llamé al padre de Anni señorA Hardt. Él no entendía nada (bueno, claro que lo entendió), yo solo quería que me tragara la tierra y Anni no paraba de reírse (Entschuldigung, Herr Hardt!). Hoy estaba lo que se dice sembrada.

¡Suficientes cosas para dos días! Dentro de poco volveré a la carga, pero mis riñones necesitan descansar por hoy.

¡Ho!



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