domingo, 23 de febrero de 2014

Frau Reichenbach

La noche de anteayer fue fría. Muy fría. Para mí al menos. Aun así, dormí a toda la pierna suelta de la que fui capaz, aunque a las 9 de la mañana ya estaba en pie. Parece que yo era la única, así que me dediqué a desmontar la cama y a poner un poco en orden mis apretujadas cosas.

Tras un desayuno a base de cereales con leche que me supieron a gloria y de ver cómo Anni se los comía con la leche fría acompañados de un té de olor mentolado, mi anfitriona me hizo saber el plan para la mañana del sábado: ir de compras a DM y a Aldi. ¡Guay! Nunca había oído hablar hasta esa misma mañana de DM, pero ella y sus compañeras hablaban maravillas de ella. Efectivamente, DM es una cadena de droguerías (superdroguerías) bastante conocida aquí, y que tiene de todo lo que puedas buscar en cuestión de champús, acondicionadores, pasta de dientes, perfumes, etc., y a unos precios muy muy buenos (algunas cosas las vi a la mitad de precio que en un supermercado normal en España; ya saben a dónde acudir los que usen Fructis). Allí me hice con un champú fantástico por un precio aún más fantástico y con algunas cosas más, y me encontré con la primera coincidencia del semestre: la cajera que me atendió era Frau Reichenbach. Prometo que colgaré el calendario de Sherlock en cuanto ponga un pie en la residencia, ¡esto no se aguanta!

Siguiente paso: Aldi Süd. En España tenemos Aldi Nord y, como no he ido nunca, no sé en qué se diferencia de este, pero es muy parecido a un Lidl. La sección del pan era más pequeña de lo que esperaba, pero con mucha variedad, aunque la palma se la lleva la sección de bebidas: agua con gas, agua sin gas, agua carbonatada de mil sabores… Normal que estén todo el día bebiendo, ¡así yo también!

Por la tarde Anni me llevó también a Kaufland, otro de las grandes cadenas de supermercados de aquí; este al que fuimos nosotros es uno pequeño, donde solo venden comida, pero ¡era enorme! No exagero si digo que al menos había unos 20 metros de estantería con comida para animales, y 10 eran de comida para gatos. También cabe destacar lo amplio del surtido de sopas de sobre, de pasta y de pan, con otros tantos metros. Ahí compramos los ingredientes para la pizza que «cenaríamos» ese día: pizza de maíz, champiñones, calabacín, pimiento amarillo y queso. Repetí.

Durante la cena, Anni descubrió por qué a los Franciscos aquí se los llama Paco, y a los Josés Pepe, o que yo tengo nombre de columna en español; se enteró también de que la empresa alemana Pedos, que vi el día anterior de camino a su casa, no tendría mucho éxito en España; que las películas Shreck y Spiderman se llaman de forma bastante diferente de donde yo vengo, y que si te pegas una pechá de comer pa’ reventá ná má es que has comido demasiado. Yo descubrí, tras veintiún años pensando lo contrario, que no soy rubia —al menos, aquí no, sino que tengo el color de pelo del 80 % de la población, y para ser rubio necesitas tener el pelo color «Tíiiiio, ¡mira el guiri ese que tiene el pelo casi blanco!»— y que parece ser que ellas creen algo poco delicado el que se vea la lengua entre los dientes al pronunciar la z o la c y que por eso sesean muchas veces.

Tras cenar, Anni se marchó con su compañera a tomar algo, pero yo decidí quedarme en casa, hablar un rato con la familia y acostarme pronto.

Esta mañana, después de ingerir alimento por última vez ayer a las seis de la tarde, decidí que no podía esperar a que se levantase mi anfitriona y, con toda la fatiga que cabe en un cuerpecillo como el mío, desayuné con tanto ímpetu que me achicharré la lengua con la leche. Decidido: no puedo seguir su ritmo de comidas. Las chicas alemanas han desarrollado un rumen subgástrico que les permite digerir y aprovechar la diminuta cantidad de verdura y de fruta que ingieren al día y con la que subsisten, si no, no me explico cómo puede esta mujer comer tan poco y estar tan divina, como todas las que veo.

La mañana ha transcurrido tranquila: hasta bien entrado el mediodía he estado mirando y remirando asignaturas de la universidad, pensando en cómo apuntarme, dónde y cuándo; todo esto acompañada únicamente del sonido esporádico del tranvía al pasar, del graznido fortuito de algún cuervo y del redoble insaciable de las campanas, que será porque es domingo, pero estuvieron repicando más de veinte minutos. Fuera de eso, este sitio es muy tranquilo; es casi demasiado tranquilo. Yo vivo al lado de una autovía en Málaga, así que estoy acostumbrada a oír ruido todo el día; aquí puedo estar horas oyendo únicamente el más absoluto de los silencios y el fluir de mi propia sangre en los oídos.

Sobre las 14.15, Anni me propuso irnos a dar un paseo por la ciudad. ¿Cómo le iba a decir que no? Hemos pasado rápidamente por el lugar donde trabaja su compañera de piso y nos hemos dirigido, por fin, a la Hauptstraße. La calle principal de Heidelberg, la Hauptstraße, es la calle peatonal más larga de la ciudad, y está repleta de arriba abajo con tiendas, cafeterías, chocolaterías, panaderías… Y no solo es la calle más larga de Heidelberg, sino que es la calle peatonal más larga ¡de Europa! Más de un kilómetro y medio atestado de comida tiendas. Mis ojos se iban quedando pegados a los escaparates con dulces, café y Schneeballen. Tendría que dejar de comer el resto de cosas para poder probarlo todo (cosa que estaría más que dispuesta a hacer). Hoy no he podido comprar ninguna Schneeball, pero  pronto caerá alguna —o más de una, porque la calle está a las espaldas del Institut für Übersetzen und Dolmetschen, es decir, del edificio donde daré la mayoría de mis clases—. Esto que suena tan raro es, literalmente, una bola de nieve y es un dulce típico de esta parte de Alemania, que consiste, de forma básica, en una bola ligera hecha con trozos de masa, que luego se fríe y se recubre con azúcar glasé. Esa es la más tradicional, pero hay muchas más variantes, como la de canela, rellena de chocolate, de mazapán, con pistachos, con cointreau… Todo muy ligero.

Cuando pensaba que habríamos terminado, Anni me propuso que subiéramos al castillo de Heidelberg, el Heidelberger Schloss. Un buen paseo y 300 escalones más arriba —¿quién quiere coger un tren cuando en nada y menos estás arriba y puedes disfrutar del paisaje durante toda la subida?—, llegamos al castillo propiamente dicho, desde donde puede verse todo Heidelberg y parte de la ciudad vecina, Mannheim. ¡Era preciosa! En aquel momento el día estaba un poco nublado, pero después se despejó y el paisaje era espléndido.

Vista desde el castillo de Heidelberg

Al bajar, hicimos una parada en una pequeña panadería, donde compramos unos Bretzeln salados, un par por 1,40 € que nos comimos de camino a casa. 

Bretzel a medio comer. Le falta un cuerno...

A las 8, vino Anni al cuarto donde estoy yo, que es donde está la tele, y, por primera vez, he visto Tatort, serie alemana por excelencia. No he entendido mucho, pero, según ella, había cosas que tampoco entendía y ha sido, en general, bastante difícil, así que me doy por satisfecha.

Es ya bastante tarde, así que lo dejaré aquí hasta la próxima entrada.


¡Un saludo!

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