La noche de anteayer fue fría. Muy fría. Para mí al menos.
Aun así, dormí a toda la pierna suelta de la que fui capaz, aunque a las 9 de
la mañana ya estaba en pie. Parece que yo era la única, así que me dediqué a
desmontar la cama y a poner un poco en orden mis apretujadas cosas.
Tras un desayuno a base de cereales con leche que me
supieron a gloria y de ver cómo Anni se los comía con la leche fría acompañados
de un té de olor mentolado, mi anfitriona me hizo saber el plan para la mañana
del sábado: ir de compras a DM y a Aldi. ¡Guay! Nunca había oído hablar hasta
esa misma mañana de DM, pero ella y sus compañeras hablaban maravillas de ella.
Efectivamente, DM es una cadena de droguerías (superdroguerías) bastante
conocida aquí, y que tiene de todo lo que puedas buscar en cuestión de champús,
acondicionadores, pasta de dientes, perfumes, etc., y a unos precios muy muy
buenos (algunas cosas las vi a la mitad de precio que en un supermercado normal
en España; ya saben a dónde acudir los que usen Fructis). Allí me hice con un
champú fantástico por un precio aún más fantástico y con algunas cosas más, y
me encontré con la primera coincidencia del semestre: la cajera que me atendió
era Frau Reichenbach. Prometo que
colgaré el calendario de Sherlock en cuanto ponga un pie en la residencia,
¡esto no se aguanta!
Siguiente paso: Aldi Süd. En España tenemos Aldi Nord y,
como no he ido nunca, no sé en qué se diferencia de este, pero es muy parecido
a un Lidl. La sección del pan era más pequeña de lo que esperaba, pero con
mucha variedad, aunque la palma se la lleva la sección de bebidas: agua con gas,
agua sin gas, agua carbonatada de mil sabores… Normal que estén todo el día
bebiendo, ¡así yo también!
Por la tarde Anni me llevó también a Kaufland, otro de las
grandes cadenas de supermercados de aquí; este al que fuimos nosotros es uno
pequeño, donde solo venden comida, pero ¡era enorme! No exagero si digo que al
menos había unos 20 metros de estantería con comida para animales, y 10 eran de
comida para gatos. También cabe destacar lo amplio del surtido de sopas de
sobre, de pasta y de pan, con otros tantos metros. Ahí compramos los
ingredientes para la pizza que «cenaríamos» ese día: pizza de maíz,
champiñones, calabacín, pimiento amarillo y queso. Repetí.
Durante la cena, Anni descubrió por qué a los Franciscos
aquí se los llama Paco, y a los Josés Pepe, o que yo tengo nombre de columna en
español; se enteró también de que la empresa alemana Pedos, que vi el día anterior de camino a su casa, no tendría mucho éxito en España; que
las películas Shreck y Spiderman se llaman de forma bastante
diferente de donde yo vengo, y que si te pegas
una pechá de comer pa’ reventá ná má es que has comido demasiado. Yo
descubrí, tras veintiún años pensando lo contrario, que no soy rubia —al menos,
aquí no, sino que tengo el color de pelo del 80 % de la población, y para ser
rubio necesitas tener el pelo color «Tíiiiio, ¡mira el guiri ese que tiene el
pelo casi blanco!»— y que parece ser que ellas creen algo poco delicado el que
se vea la lengua entre los dientes al pronunciar la z o la c y que por eso sesean
muchas veces.
Tras cenar, Anni se marchó con su compañera a tomar algo,
pero yo decidí quedarme en casa, hablar un rato con la familia y acostarme
pronto.
Esta mañana, después de ingerir alimento por última vez ayer
a las seis de la tarde, decidí que no podía esperar a que se levantase mi
anfitriona y, con toda la fatiga que cabe en un cuerpecillo como el mío,
desayuné con tanto ímpetu que me achicharré la lengua con la leche. Decidido:
no puedo seguir su ritmo de comidas. Las chicas alemanas han desarrollado un
rumen subgástrico que les permite digerir y aprovechar la diminuta cantidad de
verdura y de fruta que ingieren al día y con la que subsisten, si no, no me
explico cómo puede esta mujer comer tan poco y estar tan divina, como todas las
que veo.
La mañana ha transcurrido tranquila: hasta bien entrado el
mediodía he estado mirando y remirando asignaturas de la universidad, pensando
en cómo apuntarme, dónde y cuándo; todo esto acompañada únicamente del sonido
esporádico del tranvía al pasar, del graznido fortuito de algún cuervo y del
redoble insaciable de las campanas, que será porque es domingo, pero estuvieron
repicando más de veinte minutos. Fuera de eso, este sitio es muy tranquilo; es
casi demasiado tranquilo. Yo vivo al
lado de una autovía en Málaga, así que estoy acostumbrada a oír ruido todo el
día; aquí puedo estar horas oyendo únicamente el más absoluto de los silencios
y el fluir de mi propia sangre en los oídos.
Sobre las 14.15, Anni me propuso irnos a dar un paseo por la
ciudad. ¿Cómo le iba a decir que no? Hemos pasado rápidamente por el lugar
donde trabaja su compañera de piso y nos hemos dirigido, por fin, a la Hauptstraße. La calle principal de
Heidelberg, la Hauptstraße, es la
calle peatonal más larga de la ciudad, y está repleta de arriba abajo con
tiendas, cafeterías, chocolaterías, panaderías… Y no solo es la calle más larga
de Heidelberg, sino que es la calle peatonal más larga ¡de Europa! Más de un
kilómetro y medio atestado de comida tiendas. Mis ojos se iban quedando
pegados a los escaparates con dulces, café y Schneeballen. Tendría que dejar de comer el resto de cosas para
poder probarlo todo (cosa que estaría más que dispuesta a hacer). Hoy no he
podido comprar ninguna Schneeball,
pero pronto caerá alguna —o más de una,
porque la calle está a las espaldas del Institut
für Übersetzen und Dolmetschen, es decir, del edificio donde daré la
mayoría de mis clases—. Esto que suena tan raro es, literalmente, una bola de nieve y es un dulce típico de
esta parte de Alemania, que consiste, de forma básica, en una bola ligera hecha
con trozos de masa, que luego se fríe y se recubre con azúcar glasé. Esa es la
más tradicional, pero hay muchas más variantes, como la de canela, rellena de
chocolate, de mazapán, con pistachos, con cointreau…
Todo muy ligero.
Cuando pensaba que habríamos terminado, Anni me propuso que
subiéramos al castillo de Heidelberg, el Heidelberger
Schloss. Un buen paseo y 300 escalones más arriba —¿quién quiere coger un
tren cuando en nada y menos estás arriba y puedes disfrutar del paisaje durante
toda la subida?—, llegamos al castillo propiamente dicho, desde donde puede
verse todo Heidelberg y parte de la ciudad vecina, Mannheim. ¡Era preciosa! En
aquel momento el día estaba un poco nublado, pero después se despejó y el
paisaje era espléndido.
Vista desde el castillo de Heidelberg
Al bajar, hicimos una parada en una pequeña panadería, donde
compramos unos Bretzeln salados, un
par por 1,40 € que nos comimos de camino a casa.
Bretzel a medio comer. Le falta un cuerno...
A las 8, vino Anni al cuarto
donde estoy yo, que es donde está la tele, y, por primera vez, he visto Tatort, serie alemana por excelencia. No
he entendido mucho, pero, según ella, había cosas que tampoco entendía y ha
sido, en general, bastante difícil, así que me doy por satisfecha.
Es ya bastante tarde, así que lo dejaré aquí hasta la
próxima entrada.
¡Un saludo!
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