Hoy empieza realmente mi blog. Hoy he llegado a Alemania. A
partir de hoy intentaré narrar lo mejor posible lo que va sucediendo en este
pequeño rincón del mundo llamado Heidelberg y cómo se ve desde los ojos de una
persona para la que cada nuevo vistazo, sonido o paso en esta ciudad es un
universo entero de cosas nuevas.
La mañana no empezó como otra mañana cualquiera. Era una
mañana de prisas, de trasiego continuo y de lloros furtivos. Llegué al
aeropuerto de Málaga las ocho de la mañana sin saber a qué terminal tenía que
ir ni cómo iba a localizar a la chica que me acompañaría en el viaje, porque
los móviles a veces no sirven ni siquiera para lo que fueron inventados. En
menos de cuarenta y cinco minutos habíamos encontrado el mostrador 222 y
habíamos facturado las maletas. Lo único que quedaba por hacer era armarse de valor
y pasar el control de seguridad, y todo lo que dejes atrás no volverás a verlo
hasta que pises de nuevo tu tierra. Lloré y me soné hasta que me dio vergüenza.
Desde ese instante hasta ahora mismo he estado viviendo en algún tipo de
ensoñación, porque, mire a donde mire, no consigo comprender ni aceptar qué
está pasando a mi alrededor.
El vuelo transcurrió todo lo normalmente que puede
transcurrir un vuelo de bajo coste. Lo único que puedo destacar es que me mareé y me
adormilé pese a haberme tomado dos comprimidos para el mareo con cafeína y que es difícil contar una Black Story cuando ninguno de los dos domina el idioma del otro.
Lo primero que sentí al pisar tierras alemanas fue la
bofetada del frío —no tan frío como esperaba— y la luz de un sol radiante. Tras
recoger las maletas y dirigirnos a los baños, pude ver por una puerta de
cristal cómo caía lo que podría ser el segundo diluvio universal; al salir a la
calle nos recibió un cielo con nubes sueltas y que apenas dejaba caer unas
finas gotas de lluvia, y durante el trayecto desde Frankfurt Hahn hasta
Heidelberg me faltó únicamente un huracán para haber visto todo el abanico
meteorológico en mi primera hora de Erasmus. Tiempo de abril, lo llamaban.
En el coche no sabía si lo que más me apetecía era completar
la cabezada que había dado en el avión o sacar fotos al campo alemán, pero la
presencia de un conductor al que no le entendía ni una palabra y de su hija su
lado supieron retener todos mis impulsos —aunque creo que di un par de
cabezadas, a pesar de todo—.
Cielo azul y unos 12 grados de nada, ¿qué más podría pedir
en mi primer día? No tener que subir cuatro pisos una maleta de 19,5 kg a
pulso. ¿Por qué no facturaste una maleta
de 15 kg?, me preguntaban mis bracitos y mis lumbares cada vez que subía un
peldaño (Danke nochmal, Anni, ohne dich
hätte ich es nicht erreicht!). En el único piso de la cuarta planta nos
esperaba Sarah, una de las compañeras de piso de Anni, ¡que nos estaba
preparando la cena (a las 5 de la tarde)!
Tras ayudar como pude a Anni a subir
todas sus cosas, de darle un abrazo y de expresarle con mi burdo alemán todo mi
agradecimiento a su padre y de subir por enésima vez los cuatro pisos, me
enseñaron el que va a ser mi cuarto durante los próximos días: un cuartito
encantador con un sofá cama muy amplio, desde el que se puede ver parte de la calle
y a un montón de alemanes haciendo cosas de alemanes en el edificio de
enfrente.
Vista desde mi cuartito provisional
Después de cenar unos knudeln
con salsa a las 6 de la tarde (cuando yo normalmente no estoy pensando ni
en merendar), han venido unas amigas de Sarah y de Anni, pero yo he decidido
quedarme en mi cuartito (no me gusta ser un mueble que no sabe ni oír ni hablar, y he oído más alemán en un solo día que en tres años de estudio), desde donde escribo esto, y desde donde me despido,
casi para irme a dormir, mientras oigo el ruido del tranvía que acaba de parar.
Willkommen in Deutschland.
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