Poco a poco la universidad dejó de ser aquel sitio extraño y
empecé a familiarizarme con las aulas y los pasillos de cada facultad.
En la primera clase del jueves volví a coincidir con los
antiguos compañeros brasileños del curso de alemán, además de con treinta
personas más de las que ninguna conocía su cara y que, según nos hizo saber la
profesora, era un número excesivo para poder dar clase con comodidad. Ya lo
veis, una acostumbrada a las clases de alrededor de medio centenar de alumnos,
en las que a veces faltan sillas y no todo el mundo puede participar, y aquí
con veinticinco ya tienen el cupo completo. Si la semana siguiente seguía
habiendo tanta gente, tendrían que borrar
a unos cuantos, supongo que usando el infalible método del tú sí, tú no.
Sin embargo, una de las mejores clases, o al menos una de
las más entretenidas, fue la clase de traducción literaria, que se daba justo a
mediodía. No tanto por el contenido de la asignatura, que hace necesaria la
pasión por la escritura, la lectura y una imaginación a prueba de gramática
alemana, sino porque a la profesora se le
nota que le gusta lo que hace. Inspira, expira y transpira entusiasmo. Tal
vez incluso demasiado. Qué susto de mujer.
Con toneladas de nuevo trabajo para la semana siguiente, me
marché a casa para coger mi indumentaria de deporte e ir de nuevo al gimnasio.
Es fácil acostumbrarse a ir al gimnasio cuando sabes que no tienes que pagar ni
un solo euro; no es de extrañar que aquí por la calle puedan verse a tantos
jóvenes lozanos y en forma teniendo esto aquí al lado.
El viernes se celebraba el Karfreitag, algo que podría asemejarse a nuestro Viernes Santo. Por esa razón no había
clase y la mayoría de los establecimientos permanecían cerrados, así que el día
se dibujaba perfecto para adherir las posaderas a la silla del ordenador y
trabajar, como dicen por aquí fleißig,
entre toneladas de chocolate y porquerías varias.
El sábado me liberé de un salto de las garras de la cama y
puse rumbo al supermercado más grande de los alrededores en busca de moldes
individuales para flan, y es que había que comprar provisiones para la gemeinsames Abendessen del lunes, o lo
que es lo mismo, una especie de cena internacional que íbamos a organizar en
casa de Daan.
No sé por qué, pero no me extrañó en absoluto que no hubiera
flaneras por ninguna parte. ¿Quién necesita flaneras cuando aquí no saben lo
que es el flan? Unos tristes moldes para pudding
fue lo único que fui capaz de hallar entre las estanterías del supermercado y
que se quedaron allí, porque, para hacerlo mal, no se hace.
De forma extraordinaria, voy a contar esta vez más de tres
días, y es que parece ser que no hago nada lo bastante interesante como para
poder llenar más de una página.
El domingo, afortunadamente, fue un día del que sí tengo
algunas cosas más para contar. Ostersonntag
en Alemania, domingo de pascua. De manera tradicional, tenía lugar una misa de
pascua en la Jesuitenkirche, a la que fui junto con unos amigos. No soy
creyente y no soy católica, pero reconozco que tenía curiosidad por saber si
aquí serían las misas algo diferente a lo que estaba yo acostumbrada en España.
Lamentablemente no me llevé ninguna sorpresa, pues todo transcurrió de forma
prácticamente idéntica a las misas que conozco, salvo porque aquí parece que se
canta mucho más y la paz se da con la mano. Desconozco si es normal en el resto
de España o solo donde yo vivo somos nosotros tan besucones.
Tras la más que larga misa, nos paramos a comer en un
restaurante mexicano (o en la parte mexicana del Gino’s) de la archiconocida
calle principal de la ciudad, que recomiendo si la carne os gusta más que
picante y no recomiendo si el café no os gusta si no está aguado.
Hacía un día bastante bueno, así que, después de reunirnos
con otros amigos, nos sentamos un rato en la Neckarwiese, hasta que se empezó a nublar demasiado como para poder
disfrutar plenamente del sol, que fue cuando cada uno se marchó a su casa.