domingo, 27 de abril de 2014

Ostersonntag

Poco a poco la universidad dejó de ser aquel sitio extraño y empecé a familiarizarme con las aulas y los pasillos de cada facultad.

En la primera clase del jueves volví a coincidir con los antiguos compañeros brasileños del curso de alemán, además de con treinta personas más de las que ninguna conocía su cara y que, según nos hizo saber la profesora, era un número excesivo para poder dar clase con comodidad. Ya lo veis, una acostumbrada a las clases de alrededor de medio centenar de alumnos, en las que a veces faltan sillas y no todo el mundo puede participar, y aquí con veinticinco ya tienen el cupo completo. Si la semana siguiente seguía habiendo tanta gente, tendrían que borrar a unos cuantos, supongo que usando el infalible método del tú sí, tú no.

Sin embargo, una de las mejores clases, o al menos una de las más entretenidas, fue la clase de traducción literaria, que se daba justo a mediodía. No tanto por el contenido de la asignatura, que hace necesaria la pasión por la escritura, la lectura y una imaginación a prueba de gramática alemana, sino porque a la profesora se le nota que le gusta lo que hace. Inspira, expira y transpira entusiasmo. Tal vez incluso demasiado. Qué susto de mujer.

Con toneladas de nuevo trabajo para la semana siguiente, me marché a casa para coger mi indumentaria de deporte e ir de nuevo al gimnasio. Es fácil acostumbrarse a ir al gimnasio cuando sabes que no tienes que pagar ni un solo euro; no es de extrañar que aquí por la calle puedan verse a tantos jóvenes lozanos y en forma teniendo esto aquí al lado.

El viernes se celebraba el Karfreitag, algo que podría asemejarse a nuestro Viernes Santo. Por esa razón no había clase y la mayoría de los establecimientos permanecían cerrados, así que el día se dibujaba perfecto para adherir las posaderas a la silla del ordenador y trabajar, como dicen por aquí fleißig, entre toneladas de chocolate y porquerías varias.

El sábado me liberé de un salto de las garras de la cama y puse rumbo al supermercado más grande de los alrededores en busca de moldes individuales para flan, y es que había que comprar provisiones para la gemeinsames Abendessen del lunes, o lo que es lo mismo, una especie de cena internacional que íbamos a organizar en casa de Daan.

No sé por qué, pero no me extrañó en absoluto que no hubiera flaneras por ninguna parte. ¿Quién necesita flaneras cuando aquí no saben lo que es el flan? Unos tristes moldes para pudding fue lo único que fui capaz de hallar entre las estanterías del supermercado y que se quedaron allí, porque, para hacerlo mal, no se hace.

De forma extraordinaria, voy a contar esta vez más de tres días, y es que parece ser que no hago nada lo bastante interesante como para poder llenar más de una página.

El domingo, afortunadamente, fue un día del que sí tengo algunas cosas más para contar. Ostersonntag en Alemania, domingo de pascua. De manera tradicional, tenía lugar una misa de pascua en la Jesuitenkirche, a la que fui junto con unos amigos. No soy creyente y no soy católica, pero reconozco que tenía curiosidad por saber si aquí serían las misas algo diferente a lo que estaba yo acostumbrada en España. 

Lamentablemente no me llevé ninguna sorpresa, pues todo transcurrió de forma prácticamente idéntica a las misas que conozco, salvo porque aquí parece que se canta mucho más y la paz se da con la mano. Desconozco si es normal en el resto de España o solo donde yo vivo somos nosotros tan besucones.
Tras la más que larga misa, nos paramos a comer en un restaurante mexicano (o en la parte mexicana del Gino’s) de la archiconocida calle principal de la ciudad, que recomiendo si la carne os gusta más que picante y no recomiendo si el café no os gusta si no está aguado.


Hacía un día bastante bueno, así que, después de reunirnos con otros amigos, nos sentamos un rato en la Neckarwiese, hasta que se empezó a nublar demasiado como para poder disfrutar plenamente del sol, que fue cuando cada uno se marchó a su casa.

lunes, 21 de abril de 2014

La universidad

El lunes 14 de abril volvió repentinamente el invierno. Tras semanas de sol agradecido, cielos impolutos y temperaturas que dejaban al descubierto la juventud y lozanía de los transeúntes, fue de nuevo menester buscar el calor perdido en los abrigos y bufandas, que algunos habíamos dejado casi aparcados al fondo del armario.

Fue como si existiera un pacto tácito entre el clima y esa institución que a veces provoca más escalofríos que él: la universidad.

Pese a que mi primera clase del día empezaba pasadas las diez, me levanté pronto, como de costumbre. Dos horas más tarde me encontraba sentada en un aula larga y estrecha, rodeada de muchas caras extrañas y otras más que conocidas, sentados en una disposición que más parecía la de un taller de autoayuda que una clase de traducción inversa. Sin embargo, parece ser que la mayoría de las clases son así en este lugar: pequeñas, íntimas, con orden pero casi sin concierto, donde el número de alumnos no pasa de las dos docenas en las clases prácticas.

La clase acabó en apenas treinta minutos con el encargo de un fragmento de El filo de una navaja barbera para la próxima vez que nos viéramos. Casi tres horas me separaban de la siguiente clase, pero las sorpresas no se hicieron esperar, y la primera me golpeó de lleno en el pasillo de la facultad: un error en la plataforma virtual mostraba un horario incorrecto de una asignatura, que no tenía lugar al día siguiente, sino ese mismo día en una hora, lo que me impedía asistir a la que tenía programada para ese día.

Los nervios se apoderaron de mí y los escalofríos recorrían mi espalda sin nada que les pusiera límites al pensar que me iba a ver cara a cara con la profesora de interpretación en mucho menos tiempo del que creía posible. 

De nuevo una clase muy reducida, llena de rostros conocidos con los que compartiré los próximos meses. Me sentí liberada, casi extasiada cuando supe que podría cursar la asignatura. Pese a la alegría inicial, este contratiempo ponía patas arriba y del revés el horario que llevaba confeccionando semanas. Ahora era el momento, después de un tiempo si volver a hacerlo, de buscar de nuevo asignaturas que poder encajar dentro de los nuevos huecos de mi malogrado horario.

En la primera clase del martes empecé a hacerme una idea de qué era de verdad lo que pasa en este lugar. Sentada en una clase de traducción jurídica, donde más de la mitad de los presentes eran alumnos bilingües o alemanes que eran capaces de comunicarse en un español más estándar que el mío y en el que el acento alemán brillaba por su ausencia, vi que todavía me quedaba mucho por recorrer para estar donde ya estaban ellos.

Aun así, en todas las caras de la clase se fue reflejando la sorpresa y el desconcierto por igual conforme iban llegando a manos de sus dueños las fotocopias del contrato de compraventa que teníamos que traducir. Parece que en Derecho estábamos todos igual de pegados. No obstante, el Derecho siempre me ha gustado, así que espero poder aprender mucho durante el corto pero intenso curso que tengo por delante.

Horas después, tras poner un pie en la segunda de las tres salas de interpretación que hay en nuestro instituto, volvió a golpearme de nuevo la realidad de la enseñanza aquí en comparación con mi universidad de origen. La sala era la segunda más grande y, sin ser nada especial según ellos, dejaba, con diez cabinas en empotradas en la pared, un proyector de un tamaño nada despreciable junto con varios aparatos conectados a las distintas cabinas, a nuestra pequeña salita de la UMA a la altura del betún. La profesora, al menos en las primeras clases, no nos permite a los nuevos realizar las mismas actividades que hacen los que ya levan aquí un semestre, pero espero que cambie de opinión más pronto que tarde. Quien me conozca sabe que he venido aquí a emplearme a fondo y a sufrir lo que haga falta, así que que no me dejen participar me roe los huesos.

Me gustaría poder decir que hice algo interesante el resto del día, pero me temo que me marché a casa y pasé el resto de la tarde pensando en qué iba a ser de mí las próximas semanas. Ni más ni menos.

El miércoles, después de salir poco menos que airosa de la primera clase del día, en la que la profesora nos puso a traducir allí mismo sin diccionario —que podía sustituirse para ciertas cosas por los siempre tan útiles teléfonos móviles—, algunos de mis compañeros y yo teníamos la intención de ir a Grammatik Wiederholung, una asignatura pensada para alumnos con un C1 o C2 (y que a todas luces era demasiado para mí), pero que nos sería seguro de mucha utilidad.

Yo, en mi infinita sabiduría, acabé bajándome del autobús en la parada más alejada que pude. Francamente agotada después de tener que correr por todo Kongresshaus hasta Plöck con una mochila golpeándome espalda a cada zancada, llegué a la facultad, donde para mi sorpresa se encontraban un par de personas a las que no esperaba ver allí y que también venían a probar suerte en la clase. Sin embargo, la experiencia duró poco, pues la profesora invitó (amablemente) a salir a aquellos alumnos que no hubieran formalizado previamente su inscripción por correo electrónico. Como nosotros no lo habíamos hecho —porque no lo sabíamos—, tal y como entramos nos vimos obligados a salir, con al menos una hora y media más de vacío en el horario y sin perspectivas de poder rellenarlo con nada más.


Lo que empezó siendo una reunión casual a las puertas del aula terminó siendo una tarde de Kaffee und Kuchen en la mensa con los amigos —y con un conocido polaco de ellos, de nombre impronunciable—, y con amigos y tarta las penas son siempre menos penas. 

Y que le zurzan a Grammatik Wiederholung.

viernes, 18 de abril de 2014

Tour du chocolat

El viernes parece ser que seguía habiendo alguna charla o algo por el estilo, pero nunca llegué a enterarme de si era verdad o no, porque teníamos por la mañana la última de las clases del taller de toma de notas (y no me lo iba a perder por nada del mundo). Fue más interesante que la anterior si cabe y espero poder poner en práctica pronto todo lo que aprendimos.

Por la tarde quedamos Ignasi, Daan y yo para subir rápidamente hasta el Philosophenweg. No pudimos subir hasta arriba del todo porque se necesitan unas tres horas como mínimo, pero el paseo hasta el camino en sí es bastante corto, aunque es todo escaleras. El Philosophenweg (camino de los filósofos, literalmente) es un camino que asciende durante unos dos kilómetros desde Neuenheim hasta la cima de una de las montañas que rodean Heidelberg, Heiligenberg. Mientras se asciende puede verse la ciudad entera y no quiero imaginarme cómo debe ser verla desde la cima. ¡Estoy deseando volver!

 ¡Se veía hasta el Heidelberger Schloss!

 No. Schlierbach tampoco sale ahí, no busquéis

 ¡Marstallmensa!



A la vuelta nos encontramos con un par de amigos en la Haupstraße y uno de ellos se vino con nosotros a dar una vuelta. Aunque vuelta, vuelta no dimos mucha, más bien me los llevé a mirar Antiquariats buscando un diccionario alemán-español de bolsillo (que no encontré). Tut mir leid.

El sábado se celebraba el anhelado Tour du Chocolat, en el que participaban seis de las chocolaterías más famosas de la ciudad (todas en la Haupstraße, como era de esperar), e Ignasi y yo nos fuimos a ver de qué iba la cosa. El tour consistía en recoger un folleto en alguno de los seis locales y visitar los demás, donde te ponían el sello distintivo (¡y te daban a probar alguna cosilla!); al llegar a la última podías rellenarlo con tus datos y echarlo en una urna para participar en el sorteo de un premio de 300 €. Yo probé, total…
Mirad qué de especialidades de Pascua tenían en Cafe Schafheutle... 

Incluso habían decidido hacer una demostración de cómo se bañan las trufas en el escaparate 

Mirad qué jasco... 

Ese día tenía excusa para sacar fotos a la tienda indiscriminadamente sin que me mirasen tan mal... 

Schöne Ostern!

Al terminar el tour nos fuimos a comer y, después de tomar el sol (aquí también se toma el sol, y mucho), nos fuimos cada uno para nuestra casa.

El domingo, como la mayoría de los domingos, no hice casi nada. Ese día sí que aproveché para preparar las clases de interpretación como buenamente pude, en vista de lo que pasaría en los siguientes días, y es que…

… al día siguiente empezaba la tan temida universidad. Se acababan los casi dos meses de asueto que había tenido desde que terminara el último examen en Málaga y comenzaban, por fin, unas clases que prometían.
Atrás quedarían los días tranquilos y sin apenas estrés que daban paso al trasiego —casi perpetuo en esta ciudad— de estudiantes, las idas y venidas de la universidad a la mensa o a la biblioteca, los ríos de bicicletas inundando la ciudad… De nuevo textos para traducir, textos para entregar, para revisar y con los que disfrutar de nuevo de la magia de las lenguas. Con la vista puesta siempre en el próximo examen o en la siguiente fecha límite y ulteriormente en el fin del semestre. ¡En el fondo lo había echado tanto de menos…!


Lo que no me imaginaba era que el semestre iba a comenzar con tantas sorpresas.

jueves, 17 de abril de 2014

Merendola neerlandesa

El martes a mediodía empezaban, por fin, los Orientierungstage de la universidad. En otras palabras: el principio del fin. Eran los clarines y timbales previos al comienzo del semestre, el lunes de la semana siguiente. Tres días de charlas informativas sobre el uso de la biblioteca (toda una ciencia aquí), del sistema de reprografía, etc. Como el acto de apertura empezaba a las 13.00 y teníamos todavía que comprar un detalle para el anfitrión de la merendola neerlandesa de esa tarde, decidimos que la mañana la íbamos a emplear en irnos a comprar en un salto.

El acto de apertura consistió en un concierto del coro de la universidad acompañados por un piano, además de las palabras muy sentidas y para nada convencionales de las diferentes autoridades de la universidad. Cuando acabaron nos dividimos en grupos según nuestra carrera (o rama de estudios) y los de traducción teníamos uno para nosotros solos (¡y eso que faltaba gente!). Nuestra guía fue una alumna del máster de interpretación de la universidad, que, por ser el primer día, nos puso a jugar a Ich packe meinen Koffer para que nos aprendiéramos los nombres de todo el grupo. ¡Y funcionó!

Nos marchamos pronto y llegamos sobre las 16.00 a casa de Daan, donde ya había algunos esperando. Yo, que no soy amiga del alcohol, incluso probé una de las cervezas holandesas que me ofrecieron (y que me supo igual que las alemanas y las españolas… Ahora es el momento en el que los defensores de la cerveza se me pueden tirar al cuello) y que tuvo que acabarse Daan.

Cambiando de tema, la merendola no estuvo para nada mal. Fue una oportunidad para obligarme a hablar en alemán, y si uno de los temas era sobre repostería española y portuguesa, pues miel sobre hojuelas (ja, ja, ja). Toda la comida que nos sirvieron estaba muy buena y, si no me falla la memoria, fueron frikandellen, kroketten (no, no me lo estoy inventando, kroketten) y mis favoritos, por supuesto, ¡poffertjes! Os podéis imaginar cuáles eran los dulces. Mención especial a los borrelnootje (de este sí he tenido que mirar el nombre…), un aperitivo a base de frutos secos con una cubierta crujiente de diferentes sabores.

Con el estómago lleno y los platos limpios, algunos se fueron a la Marstallmensa a ver el partido de fútbol y otros nos marchamos a casa.

El miércoles, por supuesto, no teníamos intención de ir a los Orientierungstage, al menos al principio, porque un alumno del máster de interpretación organizaba tres veces en esa semana un taller de toma de notas para los alumnos hispanoparlantes que quisieran asistir. Ignasi y yo conocimos a los que acabarían siendo nuestros compañeros en la clase de interpretación y el taller fue extremadamente útil. Para alguien como yo, que nunca había tomado notas, aprender todos esos símbolos y abreviaturas (y poder aplicarlos después) fue todo un reto, pero interesantísimo.

Después del taller seguíamos sin tener intención de ir a ver a nuestro grupo, pero quiso la suerte que nos topáramos con ellos en nuestra huida de la facultad, así que volvimos hasta cerca de las cuatro con ellos. Después de salir de la reunión y de tomarnos un helado, me fui derecha para el gimnasio a hacer flexibar (donde me arrepentí de haberme comido aquel helado. ¿A quién se le ocurre?).

La «mala noticia» del día me llegó por WhatsApp: la felicitación de cumpleaños ya había llegado a Málaga. ¡Un día antes de su cumpleaños! ¡En dos días! ¿Por qué Correos es eficiente cuando no tiene que serlo?
El jueves era el último día de orientación, pero ese día teníamos mejores planes: Cecilia, Ignasi, Daan, Tomás y yo nos íbamos a Worms, y que le dieran a las Veranstaltungen. Worms, al igual que Speyer, es una antigua ciudad fundada por los romanos, muy cerca de Heidelberg (unos 50 minutos en tren, inclusive transbordo), llena de catedrales, iglesias, sinagogas y con calles, un puente y un museo dedicados ¡a los nibelungos!

Quedamos a las 9.00 en Hauptbanhof y lo primero que hicimos al llegar fue ir a visitar el cementerio judío (¡el más antiguo de Europa!). Seguimos con la catedral de St. Peter, el ayuntamiento y el Lutherdenkmal y una sinagoga a la que no pudimos entrar; después de comer quisimos ir a ver el puente de los nibelungos (Nibelungenbrücke) y el Hagendenkmal (en recuerdo del hundimiento de su tesoro).

 No tengo ninguna de la gata negra que guardaba el cementerio...

 En serio. Una gata negra. Más cariñosa...






 ¡Tulipanes negros! ¿Alguien ha jugado al Animal Crossing?


 Lutherdenkmal

 Poco a poco nos íbamos acercando a nuestro destino...

 ... ¡la Nibelungenturm! Sí, estábamos al margen de la carretera. Ni siquiera una valla que impedía el paso pudo impedirnos hacer las fotos

Esta última foto es un regalito, cuyos destinatarios saben perfectamente quiénes son

Poco más nos dio tiempo a ver, puesto que el museo (de los nibelungos también) cerraba a las seis y ya eran pasadas las cinco, así que pasamos por una tienda de helados que habíamos visto en la plaza principal y nos pusimos en camino hacia la estación para volver.

Sin embargo, una sorpresa más nos esperaba entre las calles de Worms, aparte del helado italiano buenísimo y baratísimo: ¡chinos! Es decir, ¡bazares chinos! Los primeros que veía en toda Alemania. Por fin una tienda donde poder comprar de todo y a un precio algo más decente (siguen sin igualar los precios de España). Lo curioso fue que precisamente esta tienda no estaba dirigida por chinos… sino por una señora alemana. En fin, era barata.

El viaje de vuelta lo pasé medio dormida en el tren y con ganas de seguir durmiendo en casa, al contrario que la mayoría de mis compañeros, que decidieron irse más tarde a tomar algo por ahí.

¡Hasta la próxima!

viernes, 11 de abril de 2014

Hacia Ziegelhausen

El sábado hizo un día de perros. Frío, nubes, lluvia… ¡Una gloria! Un día perfecto para los quehaceres domésticos, para una comida tranquila y para seguir dejando huella en la silla del escritorio. Nada más y nada menos.

Pero el domingo ya no aguantaba más con el culo pegado a la silla, así que, con un nivel de humedad que hacía que Schlierbach pareciera más Silent Hill que otra cosa, me colgué la mochila a la espalda y me puse en marcha hacia Ziegelhausen, otro distrito de Heidelberg (aunque más parece una pedanía) que está justo frente a Schlierbach y al que se puede llegar a pie en menos de veinte minutos. 

Willkommen in Ziegelhausen!

Al llegar a la calle principal, pude ver cómo se estaban empezando a montar algunos puestos en la calle con vasos, bebidas isotónicas y trozos de plátano. Entonces caí en la cuenta: el domingo tenía lugar la famosa media maratón de Heidelberg. Veintiún kilómetros que parten desde Altstadt, van por Neuenheimer Feld, Ziegelhausen, Schlierbach y vuelven a Altstadt y que tiene fama de ser una de las más duras de por aquí.

Vi que todo el mundo se juntaba a lo largo y ancho del puente que une Schlierbach con Ziegelhausen, por donde pasaba la maratón, así que me puse yo también a esperar a que pasaran los primeros corredores. ¡Hasta una banda tenían animando!


 Quiero llamar la atención sobre el cartel del señor de la bici. Se trata de die erste Frau. Se ve que había pocas féminas...

La banda en cuestión, al final del puente

No me quedé hasta el final, pero, por el número de los dorsales, ¡había más de cinco mil participantes! Eso, en una ciudad de 150 000 personas, quieras o no es bastante.

Después de ver la maratón —y todavía con la música de fondo— me encaminé calle arriba para ver un poco la zona. No es muy grande y casi me dio tiempo a verlo todo. Casi, porque después de mirar a ambos lados del camino, echar un vistazo al camino que creía que era el que me había llevado hasta allí y ver que no lo era y de seguir hacia delante y ver que aquello tampoco me sonaba, decidí marcharme de allí lo antes posible, si encontraba el dichoso camino. Por suerte la banda seguía tocando y podía ver el río desde casi cualquier parte, así que solo se trataba de ir hacia abajo… en teoría.


 Bienvenidos al hotel... ¡Adler! Hay cosas Adler por todas partes. Entre esto y Frau Reichenbach...


 No están mal los jardines que tienen por aquí estas gentes...



Querría haber tirado por este camino, pero un perro al otro lado de la valla no estaba de acuerdo y...

Cuando llegué a Kleingemünderstraße no podía estar más contenta. Huí despavorida y volví a casa sobre la hora de comer a ponerme a salvo.

Por la tarde todavía me quedaban ganas de salir y, tras una merecida ducha, me enfundé una ropa más decente y me marché a la Altstadt. El plan en principio era tomarme un café con un trozo de tarta en una cafetería, pero acabé cambiando de opinión y comprando un helado en una tienda de la Hauptstraße… ¡qué helados tienen! 


Helado de chocolate-expreso y mazapán con semillas de amapola... Para compensar una cosa con la otra

Mientras me lo terminaba apareció Daan, nos dimos un paseo por la ciudad y, pasadas las ocho, recordamos que ponían Tatort en la Marstallmensa, así que nos fuimos para allá.

Sí, cada domingo se puede ver en directo —y gratis— el nuevo capítulo de Tatort en la mensa que hay en Marstallstraße en un pantallón que despliegan, mientras te tomas un café, un refresco o cualquier otra cosa. Casi al final del capítulo se cortó la señal, lo que provocó una ola de neeeeeeines y de risas que imagino que pasarían a la versión alemana de nuestro me cago en todo, hasta que sintonizaron de nuevo los más de trescientos canales del dispositivo y pudieron volver a poner el capítulo, justo a tiempo para poder ver el desenlace. Por supuesto, mi acompañante se enteró de todo (Ich hasse dich, Daan!) y yo prácticamente de nada, pero tiempo al tiempo, ¡tiempo!

Llegué a casa a tiempo gracias a su inestimable ayuda y rapidez mirando los horarios de autobús en el móvil y a que me acompañó hasta mi parada, porque si llego a ir sola lo mismo sigo dando vueltas por allí.

El lunes por la mañana lo eché en comprar comida y una tarjeta de cumpleaños para mi señora madre, que en unos días cumplía años ¡y qué menos que enviar una tarjeta (aunque esté en alemán)!, en rellenarla y dejarla preparada para mandarla esa tarde. La misma tarde en la que habíamos quedado Daan, Ignasi (recién llegado de España) y yo para tomar algo por la ciudad, cosa que hicimos después de ir al Deutsche Post a mandar mi carta.


Con el estómago repleto de Apfelkuchen, Apfelstrudel y Käsekuchen y después de darnos un buen paseo por las calles de Heidelberg, nos marchamos, esta vez sí algo más pronto, a casa. El martes ya teníamos plan: merendola neerlandesa en casa de Daan, ¡pero eso ya es tema para la siguiente entrada!

miércoles, 9 de abril de 2014

Barbacoa

El martes empezó con una buena noticia, que no era del día de los inocentes, por desgracia: alguno de mis papeles se había extraviado y faltaba de mi expediente académico en la Universidad de Heidelberg. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha pasado? ¿Dónde ha pasado? ¿Podrías mirar entre tus papeles y ver si lo tienes tú?, me dijo la chica de Relaciones Internacionales. Pues sí, se ve que lo tenía yo. Misterio. Me llegué la mañana siguiente a dárselo y, de paso, a hacer la transferencia para el studienbegleintenden Deutschkurs, que lo voy dejando, lo voy dejando…

Por supuesto, hacer la transferencia fue otra odisea, porque la hice personalmente en el banco y los papeles en alemán y yo aún no nos entendemos muy bien.

Con todo solucionado, ¡por fin!, esperé hasta mediodía, que salíamos para Ikea Mannheim a comprar un par de cosillas.

Otra cosa no sé, pero para ir a al Ikea de Mannheim hace falta tiempo, mucho tiempo. Salimos sobre las tres de la tarde y llegamos a casa a eso de las diez de la noche, y no es que nos entretuviéramos mucho dentro, sino que teníamos que coger un tren hasta Mannheim, el tranvía hasta la última parada, Sandhausen, y, allí, el autobús hasta Ikea (sin contar con los 25 minutos desde casa hasta la estación de tren). Todo para que al final no hubiera ni uno de los moldes que tenía ganas de comprar. ¿No es maravilloso? Por suerte la estupenda compañía amenizó el viaje y la tarde fue entrañable y estuvo bien aprovechada.

La mañana y parte del mediodía del jueves la malgasté sin hacer mucho de provecho, salvo estudiar a ratos. Hay que cambiar estos hábitos ya. Por la tarde, eso sí, me había decidido a ir al gimnasio a probar una actividad que parecía lo suficientemente fácil como para una torpe como yo, pero que me permitiría salir del apalancamiento deportivo al que llevaba sometida desde que llegué aquí. Además, aprovecho que aquí la mayoría de los deportes son gratuitos: vas, lo pruebas y, si te gusta vas. Y si al día siguiente quieres ir a otro diferente, pues vas también; solo hay que presentar el carné de la Universidad de Heidelberg. Me pregunto por qué no se les habrá ocurrido algo así en Málaga; no sé, algo que los estudiantes agradezcamos, así de vez en cuando.

Con las mismas me fui para el polideportivo (que tampoco está cerca precisamente, pero teniendo en cuenta que el autobús que tengo que coger para salir de mi casa y llegar a la civilización no me lo quita nadie, no está mal) y allí me metí en flexibar, algo que parece bastante arraigado en Alemania, pero de lo que yo nunca había oído hablar. Me gustó bastante, así que he pensado que seguiré yendo, ya que parece bastante bueno para la espalda ¡y gratis!

Después del deporte, y como al día siguiente mis compañeras de piso querían hacer una barbacoa en casa con unos amigos y nos habían invitado, fuimos en un salto al súper para comprar los ingredientes para el postre… ¡flan! ¿Cómo no tienen algo tan básico aquí? Se iban a enterar los alemanes estos de lo que vale un flan.

El viernes todo parecía haberse puesto de acuerdo para que yo no hiciera el dichoso flan. Desde no tener huevos (el tendero de debajo de mi residencia sí que tenía huevos… a 2,20 me quería cobrar la media docena) hasta que la leche condensada no fuera leche condensada. En este país la leche condensada no está condensada, así que no sé por qué la llaman Kondensmilch; se trata de leche azucarada y ligeramente más amarillenta que la leche normal. ¿Así quién calcula las cantidades, eh?


Por otra parte, mis compañeras habían comprado de todo: ensalada, queso feta, varios tipos de embutidos (Wurst), carne… Así que nos pusimos bien. El flan no pudo terminar de enfriarse del todo para cuando empezamos a comérnoslo, pero creo que no estaba muy malo, porque no quedó nada (y yo quedé la mar de contenta). El resto de la tarde transcurrió sin incidentes, para vuestra decepción.

sábado, 5 de abril de 2014

Mucho Heidelberg por ver

El sábado amaneció con un día igual de bueno. Era el primer día en el que no tenía que pensar en los deberes para la semana siguiente o en algún examen, y que era totalmente libre, así que me dije que, por fin, podría dedicarme a lo que llevaba teniendo ganas desde que entró el buen tiempo: echarme la mochila a la espalda, coger la cámara y salir a patearme una parte de la ciudad cada vez. Y eso hice.

Me bajé en Marstallstraße y, desde ahí, crucé toda la Altstadt hasta llegar a Weststadt. Es una zona casi exclusivamente residencial, con muchas menos tiendas que en el centro y muy, muy verde.









Volví por una de las calles que pasan bordeando el monte, con la firme intención de volver otro día y adentrarme por alguno de los caminos que suben por él.



Después de comer, seguí paseando casi toda la tarde, esta vez en compañía de Tomás, por la zona cercana a la Neckarwiese, junto a Alte Brücke, en la otra orilla del río. Se trata también de una zona residencial, sin bloques de edificios, solo casitas individuales. Algo que me fascina y me encanta es que no hay dos casas iguales y no hay tampoco ninguna a la que no te apetezca echarle una foto.










Nuestro paseo acabó en la zona comprendida entre el Alte Brücke y el muelle. Después de aquello, nos pasamos brevemente por una librería de segunda mano de la Hauptstraße, en la que era imposible no quedarse embobado mirando las paredes forradas con libros; los mismos que se amontonaban por todas partes y que llenaban las tres plantas del local.

Hasta ahora no he podido salir a hacer lo mismo, pero estoy deseando poder volver a hacerlo, porque aún me queda mucho Heidelberg por ver.

El domingo no hice absolutamente nada. Bueno, sí, algo hice, pero no salí a ninguna parte. Me quedé en casa practicando ejercicios de interpretación, que buena falta me hacen si quiero poder hacer ese dichoso par de asignaturas que me traen de cabeza, y atiborrándome a chocolate, una de las pocas cosas que puedes encontrar aquí a un precio más que atractivo.

El lunes fue otro día rutinario: estudiar, ir a comprar un par de cosas y volver a casa. Por la tarde aproveché y me di otro paseo (esta vez sin fotos) para preguntar por varias tiendas cuánto me costaría imprimir un póster —¡quiero poner algo en mi cuarto! Algo que algunos saben perfectamente qué es—. Con el precio de la tinta por encima del de la sangre de unicornio, acabé descartando la idea después de las primeras dos tiendas.



viernes, 4 de abril de 2014

Último día del curso

El miércoles llegó el tan temido momento de hacer frente a las preguntas que pudieran surgir después del Referat y, aunque no salí lo que se dice airosa, las capeé como pude y creo que más o menos se me entendió. Al acabar las clases —y habiendo disfrutado del último desayuno dulce del curso, aunque esto no lo sabíamos— fuimos a hacerle una visita a nuestro coordinador Erasmus en Heidelberg para aclarar unas dudas y, en el camino de vuelta, pasamos por una librería de segunda mano de una bocacalle de Plöck. Muchos ejemplares estaban a un euro y nos apuntamos el sitio para otro día en el que tuviéramos algo más de tiempo.

Hicimos unas compras de última hora para la cena de ese día y con las mismas volvimos a casa. Sobre las cinco —después de tanto tiempo— ¡pude por fin ponerme a hacer la masa de la pizza (además de a preparar el resto de cosas)!

Desde aquí pido de nuevo disculpas por dar de cenar tan tarde a uno de mis invitados (que no me va a entender, pero por mí que no quede), que suele cenar a las seis en su tierra y aquí se tomó el último trozo de pizza pasadas las diez, ¡ole! Y también le doy las gracias por la fantástica botella de Mezzo mix y por la riquísima liebre de chocolate (¡presente para la anfitriona!). Al menos me dijeron que la pizza estaba buena, así que con eso me doy muy pero que muy por satisfecha.

¿Qué hay mejor para abrir boca que un poco de fruta con vainilla?

A la izquierda, Tomás, mi adorable vecino, que me aguanta incansable (y autor de las fotos); a la derecha, Daan, mi neerlandés favorito 

La primera de las tres pizzas. ¡Tres! Y esta era la pequeña 

A la izquierda, Ignasi, compañero de fatigas traductoriles y, a la derecha, ¡una servidora!, más feliz que una perdiz

El jueves tocaba ir, al igual que la semana anterior, a buscarle un detallito a la profesora del curso de alemán, ya que el viernes el último día de clase. Creo que cuando nos dijeron que ese día ya no tendríamos desayuno pudo escucharse durante unos segundos el pensamiento de todos los allí reunidos, materializado en un gran ¡Nooooooo! que se aplacó un poco cuando nos recordaron que habría un brunch. A lo mejor la única tragaldabas era yo, que también puede ser. Pero no adelantemos acontecimientos, que todavía estábamos a jueves.

Como el chocolate nunca falla y aquello que la profesora ponía encima de la mesa y despedía bocanadas de humo al abrir la rosca parecía un termo con té, vimos que ya teníamos regalo. Después de comprarlo, los cinco que estábamos (Cecilia, Ignasi, Daan, Tomás y yo) dijimos que ese día estábamos rumbosos, nos fuimos a la cafetería de un hotel de cuyo nombre no quiero ni acordarme y que estaba repleto de pseudomillonetis y nos tomamos un café —servidora un zumo de ruibarbo (que se ve que le he cogido gustillo)—.

Y el viernes… ¡ay, el viernes! Último día del curso, últimos ejercicios… y a mí que hasta se me asomaron muy poco tímidamente dos lagrimones como puños de labriego. Se ve que acertamos con el contenido del termo, porque Frau Silvani parecía satisfecha con su regalo (y lo demostró mucho más efusivamente, hay que reconocerlo: un abrazo al portavoz de la clase; vamos progresando). 

Y, por ser el último día... Os presento el Studienkolleg. O la entrada, más bien 

Ese sí es el Studienkolleg y la entrada a la cafetería (escaleras) 

 De izq. a dcha.: Augusto, Ignasi, Cecilia, Holger y Felipe

Ese día no había desayuno, así que la pausa la pasamos como os imagináis/Marius (izq.) y Ernst (dcha.)

Ha sido solo un mes, pero la verdad es que les he cogido mucho cariño a todos mis compañeros y voy a echar de menos las clases y los desayunos. Ese día acabamos las clases media hora antes para que nos diera tiempo a ir hasta Max-Weber-Haus, donde nos tenían preparado el tan sonado brunch. El espacio dentro era insuficiente y, como el día era excelente, salimos a fuera a mordisquear (o en mi caso, jalar) los canapés.

Afueras de Max-Weber-Haus

Allí nos fuimos arremolinando por clases y hablamos de cuál sería nuestro siguiente paso: irnos a la orilla del Neckar, la Neckarwiese, una explanada pegada al río que se extiende varios centenares de metros (más estrecha o menos, pero se extiende) y que, cuando hace un poco de buen tiempo está plagada con gente de todas las edades paseando, jugando al fútbol o tirados tomando el sol. 

En realidad no hace falta ni que salga el sol; estos alemanes en cuanto ven un rayito empiezan a deshojarse cual cebolla y salen a la calle en mangas cortas.

Nosotros no íbamos a ser menos: algunos chicos se pusieron a jugar al fútbol y otros nos tiramos en el césped a ver pasar las nubes y, ahora sí, dejarnos mecer los pelillos de las cejas por la brisilla que corría. Frau Silvani habría estado enormemente orgullosa de nosotros si nos hubiera visto preguntándonos los verbos con preposición a la orilla del río.

Sol, césped, un río... ¿Qué más queréis? 

El día era estupendo, ¡estupendo! 

Y esto, damos y caballeras... 

 ... es la Neckarwiese
En primer plano, Yohei; en segundo, Daan

Cuando empezó a hacer algo más de frío nos recogimos un rato antes de vernos por la noche. Sí, por la noche. Yo, por la noche. Y es que esa fue la primera vez que salí por la noche en toda mi vida. Es el último día de curso, ya no nos veremos más… Accedí, poco convencida.

La noche me sirvió para demostrarme  a mí misma que, efectivamente, estaba en lo cierto: no me gusta, ¡se siente! Tengo que reconocer que en uno de los pubs pusieron algunas canciones que me gustaron (¡por ser algunos españoles nos pusieron hasta Héroes del Silencio!), pero el ruido hacía imposible intercambiar palabra con el que estuviera enfrente y eso, yo lo siento, no es para mí. El ambiente del último pub al que fuimos terminó de convencerme de que yo y las fiestas no podemos coexistir.


Después de perder el autobús y de tener que esperar casi una hora a que pasara el siguiente, llegué a casa con el único deseo de meterme en la cama y terminar con esa noche de una vez.