El nuevo lunes significaba volver a la rutina que seguiré
los próximos meses. Sin embargo, ese lunes, la clase de traducción inversa
empezó de forma inesperada: con un test de integración de español. Todos mis
compañeros de clase son alemanes y el test estaba pensado para que tuvieran una
idea del nivel de conocimientos que tenían sobre la cultura española. Política,
legislación, distribución de poderes, literatura, pintura, costumbres, bailes…
¡hasta recetas y refranes! Lo peor es que mis compañeros se las sabían casi
todas —y yo tuve que pensarme más de una…—. Cuando oyes a una alemana decir con
total naturalidad «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija», sabes
que ya poco te puede sorprender.
El curso de alemán por la tarde transcurrió con bastante
normalidad y conocimos a la otra profesora, la de los lunes.
Lo único destacable del martes es que, por fin, tras dos
meses diciendo que lo iba a hacer, lo hice: ¡salí a correr! Tampoco es que
hiciera yo antes maratones, pero hacía ya un par de meses que no lo hacía y es
una forma rápida de hacer ejercicio, que falta me hacía. Lo que no me hacía
tanta falta era pegarme el susto del siglo con un puñetero pato del tamaño de un pavo real al que le da por ponerse
encima de la barandilla del paseo y graznarle a todo el que pasa por al lado. Del
grito que di al encontrarme el pato a medio metro de mi cara y con el pico
abierto tuvieron que enterarse hasta los de la excursión de japoneses de la
otra acera.
El miércoles pasó lo que tenía que pasar inevitablemente:
volví a salir «de fiesta». Todo tiene una explicación. El miércoles 30 de
abril, víspera del 1 de mayo, era Walpurgisnacht
(la noche de Walpurgis) y se celebraba en la cima de Heiligenberg, en un
anfiteatro que recibe el nombre de Thingstätte.
Allí, por la noche, se encienden fuegos y se baila alrededor de ellos o se
hacen juegos con cariocas, entre otras cosas; además, las vistas son
espectaculares. Es solo una vez al año, así que quería ir a ver de qué se
trataba.
Las complicaciones empezaron cuando amaneció el día con el cielo
totalmente cubierto y llovió durante toda la mañana. Por la tarde, justo antes
de que subiéramos comenzó a chispear, pero aun así decidimos subir, pese a que
se tarda una hora en subir la montaña a buen paso y otra hora en bajarla. Por
suerte durante el camino no nos llovió mucho (aunque se veía algún que otro
relámpago por encima de nuestras cabezas y de los árboles, cosa que no me
tranquilizaba precisamente); tardamos algo más de una hora en subir cargados de
bebida (Schorles y chocolate en
abundancia, en mi caso), pero llegamos cuando había dejado de llover.
Sin embargo, comenzó a llover cuando llevábamos allí algo
más de tres cuartos de hora, y no nos quedó más remedio que refugiarnos como
pudimos con los paraguas de los que disponíamos. Desde aquí pido perdón a los
dos caballeros a los que les tocó compartirlo conmigo, Tomás y Daan, porque
acabaron calados por los costados.
Llegó un momento en el que decidimos que
habíamos tenido suficiente y nos vimos obligados a irnos. La gente, para
nuestra sorpresa —o para la mía, al menos— no dejaba de subir, y se contaban
por cientos los que subían para sumarse a los otros cientos que ya había
arriba.
Al llegar abajo se lamentaron porque no habíamos podido
tomarnos nada de lo que habían traído (qué pena), así que pensaron en que nos fuéramos a
Marstall, donde se suponía que había algo y donde podríamos ponernos a resguardo.
Cuando llegamos—yo con el pelo completamente chorreando y el abrigo tres
cuartos de lo mismo—, allí no había ni
Dios, ya que habrían cancelado lo que hubiera a causa de la lluvia.
Ni cortos ni perezosos, anduvimos de Kneipe en Kneipe hasta
que dimos con una medianamente tranquila, donde pasamos el resto de la noche y
nos pudimos calentar (en parte también gracias al Jägermeister); esas horas me
permitieron averiguar dónde están las fronteras de la música española —muy lejos—, al ver
cómo mis compañeros (de los Países Bajos, Italia, Alemania y hasta de Estonia)
sabían cantar, y algunos hasta bailar, la Macarena y el Aserejé, que empezaron a
sonar en algún momento de la noche. Verdaderamente sorprendente.
El jueves agradecí de todo corazón que fuera fiesta, porque
levantarme a las once después de haberme acostado a las cuatro me pasó factura.
Afortunadamente, como he dicho, el 1 de mayo también es fiesta aquí, así que no
había clases y pude dedicarme a adelantar trabajo y comerme el resto del
chocolate que no me acabé la noche anterior.
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