El resto de la semana no representó gran novedad con
respecto a las anteriores. Poco a poco los días son cada vez más rutinarios y
solo algunas cosas van cambiando cada vez. A la poca emoción de la semana
contribuía enormemente el hecho de que Ignasi y Tomás se encontrasen en España,
con lo que no había mucha marcha por aquí.
Esperaba que el sábado, que era Eurovisión, fuera otro
cantar (ja, ja). A eso de las seis de la tarde puse un pie en Marstallcafe,
esperando verlo más o menos lleno. Sin embargo, no lo estaba demasiado, y los pocos
que estábamos allí (de momento, de nuestro grupo, Yohei y yo) pudimos ver con tranquilidad la película que ponían antes: Mamma
Mia! En alemán, con el detalle de tener subtítulos en alemán. Yo aún no la
había visto y me pareció muy entretenida.
Conforme pasaban las horas llegaron por fin los demás
integrantes del grupo internacional
que nos íbamos a juntar para ver Eurovisión: Cecilia, Augusto y Felipe. La
gracia estaba en que, como no es de extrañar, ni los brasileños ni el japonés
tenían ni idea de qué iba toda esta historia. En los últimos días creo que
expliqué en qué consistía el festival como una decena de veces.
No es que yo misma sea una gran fan, pero no había caído en
la cuenta de que una gran parte de los allí presentes eran de fuera de Europa y
no sabían a qué venía tanta fiesta, y eso hacía que tuviera más ganas de ver el
festival, sólo por saber qué les parecía.
Según me contaron les gustó mucho (pese al ruido que había
en el local, que solo se atenuó cuando salieron Alemania y Austria, y que se
volvió ensordecedor por momentos al aparecer en pantalla las pechugas de las
polacas) y con eso me basta. Además, creo que es la primera vez que gana mi
favorito, ¡ja!
El domingo fue el día grande de la semana, porque nos íbamos
a… ¡Rothenburg ob der Tauber (y a Schwäbisch Hall)! Esta vez era un viaje
organizado por la universidad que incluía ida y vuelta, entrada al Mittelalterlichen Kriminalmuseum de
Rothenburg y las visitas guiadas por las ciudades. El autobús salía a las 8.00,
así que la mañana empezó pronto. El viaje en autobús duró algo más de dos horas
y media, pues Rothenburg no está en el estado de Baden-Würtemberg, sino en
Bayern, Baviera.
Lamentablemente, no todos pudimos ir, pero los que estábamos
(Young, Shiori, Ceci, Íñigo, Dominique, Daan y yo) lo pasamos bastante bien.
Rothenburg era especialmente bonita: es una ciudad muy turística
(sobre todo entre los japoneses, si es que hay algún rincón de Alemania al que
no hayan llegado), de un estilo medieval perfectamente conservado que se puede
ver en la gran mayoría de edificios de la ciudad. Desde luego, al pensar en la
Alemania medieval, la primera imagen que se os venga a la mente coincidirá con
algún rinconcito de Rothenburg ob der Tauber.
Después de ver el ayuntamiento en la plaza del mercado, el Plönlein, la St-Jakobs-Kirche (en la que pudimos ver el «Retablo de la Santa Sangre»,
Heiligblut-Retabel), una de las
puertas de la ciudad y el Burggarten,
nos dejaron algo de tiempo para comer. Tiempo que aprovechamos para hacerlo, y
bastante bien, además. Comimos en un Gasthof,
el mesón alemán, quien diga que los
alemanes no saben comer, que se pase por uno. Unas Kartoffeltaschen…
Aquí podéis ver un coche medieval perfectamente conservado, sí señor...
Un Jugendherberge
Una de las puertas de la ciudad
Mirad lo que nos encontramos en el patio... (detalle para ellos-ya-saben-quiénes)
Plönlein, la plaza
Lo que parecía la calle principal de Rothenburg ob der Tauber
Pflönlein
Plaza del mercado y ayuntamiento
St.-Jakobs-Kirche
Heiligblut-Retabel en St.-Jakobs-Kirche
Otro pequeño detalle para quiénes ellos ya saben...
Al acabar de comer, sobre las cuatro, nos llevaron a visitar (más bien nos llevaron a la puerta y nos soltaron dentro) el Mittelalterlichen Kriminalmuseum: repleto de instrumentos medievales de tortura, tratados, acuerdos, monedas, armas y demás. A mí me encantó y me pareció interesantísimo.
La famosa e inigualable pera oral. Qué recuerdos de las clases de filosofía en bachiller...
Tras la corta visita al museo, nos montamos de nuevo en el autobús, que nos iba a llevar a nuestra última parada del día: Schwäbisch Hall. Es una ciudad en el estado de Baden-Württemberg, con un número relativamente pequeño de habitantes (unos 30 000) que está habitada desde hace muchos siglos, ya que era una fuente de sal, moneda de cambio en aquel entonces.
La visita esta vez duró apenas una hora, más otra media que nos dejaron para que comiéramos algo de nuevo, así que no sé si realmente llegó a merecer tanto la pena como Rothenburg.
¡Por fin en Schwäbisch Hall!
No he subido las más de 200 fotos que hice porque... porque no.
Por fin, tras estar metidos en el autobús un total de algo
más de cinco horas, volvimos a casa, donde yo me puse a hacer los deberes para
el día siguiente (que había olvidado completamente durante toda la semana…).
Lunes y martes fueron días con pocas novedades. La mayor
parte del día la tengo ocupada con las clases —en las que sufro
irremediablemente al ver los textos que quieren que traduzca a mi paupérrimo
alemán—, además de con el curso por la tarde o con ir a saquear el supermercado
en busca de algo para llenar mi depauperada despensa. Fueron, además, días de
despedidas (cortas, de nuevo, pero despedidas), porque algunos compañeros se
marchaban el miércoles con la universidad —están que no paran— al viaje a
Dresden y Berlín.
Eso sí, hay que comentar que el lunes, por fin, después de
una tranquila y maravillosa semana y media, volvía a tener por aquí a mi
recién graduado vecino, con lo que las cosas vuelven a su cauce habitual.
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