Esta entrada será
la penúltima de mi Erasmus. La aventura llega a su fin, todos se han marchado
ya y no queda mucho más por contar. Estas semanas han estado verdaderamente
llenas de planes, viajes y de momentos juntos, porque todos sabíamos que en
unos pocos días tendríamos que despedirnos por un largo tiempo.
Por fin tengo todas
las notas, el famoso (y según qué casos, también difícil de conseguir,
Transcript of Records) y tengo la vista puesta en el día 27, día en el que
volveré a Málaga.
Estas semanas, como
ya digo, las hemos aprovechado a base de bien y han sido, con diferencia, los
mejores días del Erasmus.
A finales de julio
se marchó Ignasi, cuya despedida celebramos dándonos un último atracón en la
Mensa y que después regamos con un buen río de lágrimas en la estación. Está
bien, quizá no lloramos tanto, pero fue seguramente porque sabíamos que, en
menos de dos semanas, nos volveríamos a reencontrar fugazmente en Düsseldorf
para un viajillo que teníamos pendiente.
Otro de los lugares
a los que fuimos (a comer, estaba claro) en esos días fue a la tan famosa Schnitzelhaus de Heidelberg, un
establecimiento casi a orillas del río, pequeño y acogedor, con una carta de Schnitzel que supera el centenar. No os
podéis ir de Heidelberg sin ir y comer allí, es absolutamente impepinable.
Esa cena (a las
siete de la tarde, pero cena al fin y al cabo) sirvió también como despedida
para Daan, que al día siguiente empaquetaba todas sus cosas en el coche y se
marchaba de nuevo a los Países Bajos (que es lo que tiene vivir cerca, es como
si yo me voy a hacer el Erasmus a Murcia, no hay derecho). La despedida fue
también fugaz, porque pronto nos veríamos de nuevo.
Las siguientes dos
semanas las pasamos, cómo no, haciendo preparativos para el viajillo que teníamos planeado para el
día 14: los Países Bajos. Daan nos había invitado a pasar cuatro días en su
casa en Helmond y a hacernos un tour por el país del queso, los tulipanes y las
galletas speculoos (lo siento por los
tópicos).
El día 14 nos
levantamos antes que el Sol para coger el tren camino a Düsseldorf, que queda a
una hora en coche de Helmond, donde Daan nos recogería a nosotros (Tomás,
Cecilia y a mí) y a Ignasi, que llegaba directamente desde Barcelona. El cambio
de la emisora de la radio nos advirtió al poco tiempo que dejábamos tierras
alemanas y nos adentrábamos en die
Niederlanden. Al llegar a su casa, su madre (un amor de persona, lo digo y
lo repito las veces que sean necesarias) nos tenía preparados a todos el
almuerzo, y menudo almuerzo: croissants, panecillos de todos los sabores y
colores, hortalizas, quesos… Esta gente sí que sabe. Tras un más que saciante
bocado, cogimos de nuevo el coche en dirección a Gemert para visitar el Boerenbondsmuseum, un museo al aire
libre, muy similar al Freilichtmuseum Vogtsbauernhof
de la Selva Negra, que mostraba cómo era la vida en torno al siglo XX en los
Países Bajos. Pudimos ver cómo usaban el telar y ver por dentro la herrería, el
horno, el taller de los klomp o holsblok, los archiconocidos zapatos de
madera típicos del país y hasta varios juegos tradicionales para los niños (y
no tan niños).
Una cabra que había por allí atada a un poste y que aún no sabemos por qué adoptaba esa postura...
Después de la corta
visita, pusimos de nuevo rumbo a casa para cenar (a las siete de nuevo, y era
algo tarde), donde pudimos disfrutar de varias especialidades neerlandesas (¿siempre
hablo de comida?), seguidos de un postre (varias horas después), que no es
propiamente un postre, pero así lo tomamos nosotros, que podría revivir a un
muerto: Bossche bollen. Os dejo que
busquéis vosotros mismos lo que son.
El tiempo entre la
cena y el postre lo pasamos paseando por Helmond y sus alrededores (ver fotos arriba), antes de
llegar a casa e irnos a dormir (o intentarlo) pronto, ya que al día siguiente
nos íbamos a… ¡Ámsterdam! Por supuesto, nos acostamos tardísimo, dormimos poco
y acabamos saliendo tarde, pero ¿qué importaba?
El viaje hasta la capital (que sí se encuentra en Holanda [véase la diferencia entre los Países Bajos y Holanda]) duraba algo más de una hora en la que no pasamos desapercibidos para el resto de conductores, pues estuvimos cantando éxitos de la canción española e italiana: desde Tanti auguri (mejor conocido en España como Para hacer bien el amor hay que venir al sur) hasta Un beso y una flor, pasando por Torito bravo, entre otros. También pasamos la mayor parte del viaje maldiciendo al inestable tiempo que nos acompañó durante todo el día: 15 de agosto con paraguas a cuestas, abrigos impermeables y zapatos a prueba de agua, ¡fantástico!
Gran parte de la mañana la pasamos caminando por el centro de la ciudad y por las calles atestadas de tiendas de marca, souvenires, coffeeshops y turistas. Ámsterdam es increíblemente multicultural y turística y no encontraréis tienda en la que no te empiecen a atender en inglés. La lástima es que en esa zona solo unos pocos hablan alemán y mi inglés está bastante oxidado desde que estoy aquí, pero sobrevivimos. Después de comer teníamos comprados ya unos tiques para dar una vuelta en barco por los innumerables canales de la ciudad, audioguía incluida.
Tras una hora de
viaje y mareos varios en el barco y de recorrernos nuevamente las calles del
centro de la ciudad buscando souvenires (y encontrando, en su lugar, una tienda
con las paredes tapizadas con botes de 5 kg de Nutella), llegamos a uno de los
lugares más visitados y fotografiados de todo Ámsterdam: el monumento I AMSTERDAM, situado frente al
Rijksmuseum. Había que seguir con la
tradición, así que no faltaron las fotos antes de ponernos de camino a una de
las principales atracciones del día: el Rosse
Buurt, Red Light o el más
conocido como barrio rojo de Ámsterdam,
que todos conocéis o, al menos, os sonará, y que no podéis dejar de ver si vais
a la ciudad.
La vuelta a casa la
pasamos mucho más callados que la ida.
Al volver a casa, y
pese a estar muertos de cansancio, pasamos un rato más que divertido jugando a sjoelen, un juego de mesa tradicional
neerlandés, antes de irnos a dormir y a «descansar» para el día siguiente…
¡Efteling nos esperaba!
Efteling es el
parque de atracciones más grande de los Países Bajos y es también uno de los
más antiguos del mundo. Empezó basándose principalmente en los cuentos de
hadas, aunque ha ido evolucionando a lo largo de las décadas, sin dejar, sin embargo,
de lado el aire fantástico con el que empezó en los años cincuenta. Desde la
entrada se puede observar y sentir que el parque está realmente lleno de magia
por doquier. Todo está cuidado hasta el mínimo detalle y la mayoría de
atracciones —especialmente las que llevan más tiempo formando parte de las
instalaciones— están ambientadas en el mundo de la magia, las hadas y la
fantasía, y al entrar te inunda de la cabeza a los pies el espíritu infantil
que creías olvidado por algún rincón. O bueno, eso me pareció a mí.
Terminamos el día
comprando unos souvenirs en la tienda y admirando el espectáculo acuático-lumínico-nocturno. Desde luego,
el precio de la entrada (aunque algo más alto que uno normal) merece realmente
la pena.
El viaje de vuelta
fue devastador y acabamos todos dando más de una cabezada en el coche, que
nuestro Gastgeber condujo con
diligencia y sin rechistar.
El plan para el
domingo era salir realmente temprano de casa, pero, habiéndonos acostado cerca
de las tres de la mañana, acabamos dejando la casa de Daan —definitivamente
esta vez, con todos los bártulos a cuestas— pasadas las diez. El destino de ese
día era visitar fugazmente la ciudad de Maastricht, que pillaba prácticamente
de camino entre Helmond, Köln y Düsseldorf.
Las horas juntos se
nos iban agotando y cada rincón era un buen lugar para hacernos una última foto todos unidos. A mediodía
partimos hacia Köln, donde visitamos, como era de esperar, la catedral, la Kölner Dom. Si parece impresionante en
fotos, en directo no tiene punto de comparación.
A media tarde
partimos hacia el aeropuerto de Düsseldorf, y allí le dimos el último adiós a
Ignasi, que tomaba el vuelo a Barcelona en una media hora. Solo quedábamos
cuatro.
Nuestra última
parada del viaje era la estación principal de Düsseldorf, de la que tenía que
partir —supuestamente— el primero de nuestros dos trenes (que acabaron siendo
tres, tras la misteriosa desaparición del sistema de uno de los que habíamos
reservado con semanas de antelación). Tras cuarenta minutos de retraso, tomamos
el tren en dirección a Frankfurt am Main.
Así, extenuados
tras cuatro fantásticos días, nos despedimos, primero de Ignasi y después de
Daan; solo quedábamos tres. Con los ojos anegados en lágrimas —los míos, al
menos, lo estaban—, nos subimos al tren que nos llevaría de nuevo a la ciudad
en la que habíamos vivido todos juntos estos meses y que sería testigo de
nuestros últimos momentos juntos.
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